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Quintanilla y el realismo

Quintanilla y el realismo

Hace unos cuantos días, cuando viajaba en el AVE, camino de Madrid, con un grupo de amigos, y mientras José Saborit nos hablaba de la reciente visita de Antonio López a la Academia de San Carlos (para recibir la medalla que lo nombraba Académico de Honor), y de lo inteligente, extravagante y divertida que había sido la charla del pintor, alguien nos dijo que acababa de morir Isabel Quintanilla, la pintora que formaba parte, junto al propio Antonio López, a su marido Francisco López (hermano del escultor Julio López), a María Moreno, a Esperanza Parada y algunos otros, del llamado grupo de los realistas españoles.

Los cuadros de Isabel Quintanilla son extraordinarios, poseen una capacidad de sugerencia y fascinación que, como suele ocurrir con la gran pintura, uno no termina de comprender de dónde proviene. Hay quien posee el don de saber configurar una atmósfera -algo que es impalpable e inaprensible por naturaleza-, de saber erigir un ámbito, cuya esencia resulta de la suma de muchas circunstancias que el lenguaje de la pintura no puede reproducir, y que sin embargo traslada con una misteriosa condición fidedigna. La pintura no puede dar cuenta de ciertas experiencias sensoriales que conforman una escena: no puede informarnos del ruido, ni del silencio, ni del calor, ni de los olores, ni de la fiebre o el hambre que padecen, «en la realidad», los personajes representados en un cuadro; pero a menudo la mejor forma de profundizar en todos esos acontecimientos sensitivos de la realidad es a través de la pintura. El arte, que es una creación de los sentidos, representa una ilimitada multiplicación exponencial de dichos sentidos.

No se diferencian demasiado los motivos que pinta Isabel Quintanilla de los motivos de sus compañeros de generación. Interiores domésticos -habitaciones, comedores, salitas de estar; esos baños atrapados en la cotidianeidad pura, tan perturbadores-, bodegones mínimos (unas granadas en un plato), jardines, perspectivas urbanas. Como no podía ser de otra manera (porque representa la única forma de pertenecer a su tiempo), los intereses de Isabel Quintanilla poseen una aire de época; pero en la voz de su pintura adquieren una consistencia sólo suya. Un vaso de duralex, olvidado en el alféizar de una ventana, por ejemplo, significa toda una declaración de principios y una cosmovisión.

Creo que la sustancia de la obra de Isabel Quintanilla (y de todos los grandes realistas que en el mundo han sido y serán) se cifra en el hecho de mostrarnos con hondura y delicadeza algo evidente: no hay nada más complejo, más rico, más inacabable que la realidad, porque la realidad constituye la posibilidad de todo, incluso de todo aquello que pretende negarla o que se declara -en un contrasentido que consentimos- antirrealista.

No hay nada nimio, no hay nada superfluo, no hay nada diminuto, no hay nada prescindible. Cualquier pieza de lo real, cualquier instante, apuntalan y sostienen el conjunto de lo que existe. No muevas ese pétalo de la flor seca, porque puede venirse abajo el firmamento.

La pintura de Isabel Quintanilla corrobora con su sutileza que la expresión «realismo mágico» es una redundancia.

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