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Carta al hijo

Cuando somos padres ya no podemos volver a ser otra cosa en el mundo. Podemos intentar ejercer como ciudadanos, disfrazarnos con nuestro oficio correspondiente, aparentar vocaciones insólitas, procurar poner a resguardo territorios de la imaginación para mantenerlos incólumes, soñar con nuestra independencia física y sentimental. Pero lo cierto es que nada de todo eso importa demasiado, en comparación con el hecho de haber sido padres. Ser los responsables de traer a alguien al mundo constituye uno de los pocos actos definitivos que nos es dado realizar. Es una grieta consciente e inconsciente.

La historia de la literatura, que es una forma verbal abreviada de pasar revista a la historia de la humanidad, puede entenderse también como una narración sobre el hecho de ser padre, y sobre el hecho obligatoriamente recíproco de haber sido hijo.

Muchos escritores -y muchos más lectores, y muchísimos más individuos sin adjetivación necesaria- se han pasado la vida luchando por escrito y en carne propia contra su familia, simbolizada en la figura del padre. Muchos padres han dedicado su vida literaria, y su vida fuera de la literatura, al propósito de hacerse perdonar ante sus hijos el acto de haberlos nacido. Ningún acontecimiento de la vida está tan entremezclado de pasiones tan desaforadas: el amor y el miedo, el orgullo y la responsabilidad, la fragilidad y la fuerza. Se puede intentar ser otra cosa, pero una vez se es padre ya no se es nada más.

En uno de los versos que más me gustan de la poesía universal, William Wordsworth escribió que el hijo es el padre del hombre. Lo creo profundamente; es decir, con ese convencimiento que va más allá de la inteligencia, y que pertenece y se extiende a la corporeidad y al destino propios.

José Saborit ha publicado un breve conjunto de poemas titulado Carta al hijo (como separata de la revista 21veintiúnversos). Se trata de un excelente poemario sobre todo lo que he mencionado más arriba: el amor incondicional de un padre hacia su hijo, las epifanías privadas que depara el contacto con la niñez, el aprendizaje conjunto de la felicidad, los ritos de alejamiento, el combate recíproco entre adultos, la culpa y el perdón, la sabiduría y la ignorancia que nos constituyen.

La buena poesía confesional llega a extremos donde no saben llegar las confesiones. El canto nos proporciona, mediante la conmoción, una lucidez meditativa que la meditación, por más lúcida que sea, no sabe proporcionarnos.

Para afrontar ciertos asuntos vitales desde la poesía hace falta coraje; pero no sólo coraje biográfico, sino también literario, que consiste en saberse dueño de la necesaria madurez vital y artística, como para tratar asuntos capitales con completa emoción y sin énfasis alguno.

Freud afirmó que la cristalización del individuo sobreviene cuando es capaz de perdonar a sus padres. ¿Perdonar el qué? Tal vez el metafísico pecado calderoniano de haber nacido. Es una forma de ver las cosas. Pero no la única. La poesía también nos indica que quizá no haya nada que perdonar, y que nuestro único deber sea, como nos enseña esta Carta al hijo, de José Saborit la celebración de la existencia al completo, con sus luces y sus sombras.

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