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Admitámoslo: El ser humano está obsoleto

«La mayoría de los males del mundo parecen proceder de personas que están demasiado ocupadas. Sólo con que los políticos y los científicos fueran más perezosos, todos seríamos mucho más felices.»Evelyn Waugh.

Admitámoslo: El ser humano está obsoleto

Los pecados capitales no siempre han sido los mismos, ni siempre han sido siete. Hay unos cuantos, al parecer indiscutibles, que aparecen en todas las listas (avaricia, lujuria, gula, ira), otros desaparecen (envidia), y otros más se incorporan o cambian de nombre, como en el caso de la soberbia (orgullo), o de la vanagloria (soberbia), o incluso la tristeza (pereza). Probablemente en la época en que hacían furor, allá por el mil cuatrocientos, cuando se tomaban muy en serio los pecados capitales y tantas otras cosas de la vida más o menos capitales, la soberbia y el orgullo fueran pecados parecidos, o incluso el mismo pecado. Hoy en día, después de Orgullo y prejuicio, y otros muchos orgullos y prejuicios menos nobles y sentimentales, el orgullo se ha rehabilitado, por decirlo de algún modo, hasta el punto de que muchos, yo entre ellos lo confieso, lo consideran una virtud, una oportunidad dirían algunos confundiendo las cosas. Claro que el problema está en de lo que esté uno orgulloso, porque no es lo mismo que uno esté orgulloso de su trabajo que de su pelo o de sus tatuajes, por poner un sencillo ejemplo. Así que las cosas se complican un poco. Por lo demás se llaman capitales no porque sean muy gordos, sino porque generan otros pecados o vicios, no menores precisamente: el robo, la traición, la intolerancia, el abuso de poder, y un sinfín de cosas más con las que nos hacemos la vida imposible unos a otros los seres humanos.

Ian Fleming nos propone estos siete (estamos en 1962), a saber: la avaricia, la crueldad, el esnobismo, la hipocresía, la santurronería, la cobardía moral y la malicia. Yo, a mi vez, como hace él con los pecados capitales originales (luego los recordaré pues estoy casi seguro de que han olvidado más de uno) propondría (estamos en 2017) otros siete, pues qué clase de pecado es el esnobismo, la santurronería o la malicia, comparados con el abuso de poder, la violencia, en cualquiera de sus manifestaciones, el robo, un pecado clásico que se ha perfeccionado mucho, la corrupción, en cualquiera de sus manifestaciones, la negación de asilo, en cualquiera de sus manifestaciones, el racismo, y la lista no acaba aquí, sin contar con que el hombre inventa pecados nuevos cada día. ¿Acaso puede compararse el crimen con la pereza, la gula, o la lujuria? Claro que los crímenes no se consideran pecados. ¿Es que son acaso un estadio superior? ¿Los pecados se pueden perdonar y los crímenes no? Sin embargo vemos que las dos cosas se castigan y se expían. ¿Qué los diferencia entonces? Un crimen siempre es un pecado, pero un pecado no siempre es un crimen. Y luego están los pecados mortales, los veniales, los por omisión, los peccata minuta (estos creo que no son ni pecados), y una infinidad de matices en los que los jueces y confesores tienen que esforzarse por aplicar en cada caso la pena o la penitencia adecuada, justa, proporcional, sin pasarse ni quedarse cortos. Pero doctores tiene la Iglesia, así que vayamos a la frívola y pecaminosa literatura en la que cualquiera puede meter baza impunemente. El orgullo, la codicia, la gula, la lujuria, la pereza, la envidia o la ira, los siete pecados capitales clásicos, ¿pueden seguir hoy llamándose pecados? Yo creo que ya nadie se los toma muy en serio, incluso tienen su gracia y han sido inmortalizados en comedias célebres (cierto que también en tragedias no menos célebres). (No citaremos ninguna para evitar flagrantes olvidos.)

La idea de recopilar una serie de «selectos y sumamente entretenidos ensayos» fue de Ian Fleming, y para escribir sobre cada uno de los pecados buscó a un autor experto en el pecado asignado, vamos, que tuviera una experiencia directa en el pecado, un conocimiento de primera mano, y supiese de lo que hablaba. Al parecer la cosa no fue muy difícil, pues la mayoría de los escritores suelen aunar en su persona la nómina completa de los pecados capitales (por no hablar de los pecados provincianos, menos vistosos y generalmente más groseros). ¿Qué autor que se precie no es en alguna medida envidioso, orgulloso, codicioso, glotón, perezoso, libidinoso o iracundo? Que disfracen estos adjetivos con otros nombres y eufemismos hoy no engañan a nadie. Además, ¿de qué iban a escribir si no los hubiesen experimentado en sus propias carnes? Y como todos los autores de la antología son ingleses y del siglo pasado, han tenido la valentía y la honestidad (dos virtudes capitales, dicho sea de paso, que están de capa caída) de reconocérselos. No sé si un francés hubiera hecho lo mismo. En cuanto a un español, la cosa es distinta, ya que carecemos notoriamente de esos pecados y es proverbial nuestra humildad, nuestra contención, nuestra imparcialidad, nuestra fuerza de voluntad, nuestra templanza, y para qué seguir sin pecar de inmodestia. Los autores son ingleses, repito, y en la época en que escribieron sus textos sobre los pecados capitales todavía no se había perdido el sentido del humor inglés, lo que hace de su lectura un auténtico deleite. Y eso sí que ha sido un pecado capital imperdonable, sin remisión, la pérdida del sentido del humor. Una de las pocas cosas, junto con la música, que nos consolaban todavía. ¿Cómo ha podido ocurrir semejante tragedia? Si el hombre deja de reírse de sí mismo, ¿de quién o de qué se reirá?, ¿de los cyborgs, de los replicantes? Yo francamente no les veo ninguna gracia. Aunque ya sé que hay quien piensa seriamente que son el futuro.

Volviendo al pasado, a los pecados capitales, si tuviera que decantarme por alguno, entre los pecados serían posiblemente la lujuria y el orgullo, y entre los textos el de Edith Sitwell, la única mujer del grupo (¿es que las mujeres pecan menos?), también sobre el orgullo, del que se siente orgullosamente orgullosa: «Debido a una paulatina degradación, a un debilitamiento del lenguaje, en la actualidad algunas palabras han perdido su significado original.» Edith Sitwell cuando escribe «actualidad» se refiere naturalmente a la suya, a los años 60 del siglo pasado. Hoy la degradación no es paulatina, es supersónica, y no afecta sólo a algunas palabras, sino a todo el lenguaje en general. Disculpen la digresión, a la que vamos a considerar uno de los pecados capitales imperecederos, con célebres y grandísimos defensores en todos los siglos (tal vez menos en éste), pero el texto de Edith Sitwell sobre el orgullo es todo él una deliciosa digresión. Otro de mis pecados favoritos es La pereza, de Evelyn Waugh (dramáticas las últimas líneas), o La ira, de W. H. Auden, «esa reacción necesaria de toda criatura cuando su supervivencia se ve amenazada por el ataque de otra y no puede salvarse (o salvar a sus retoños) huyendo». Unos autores han ilustrado el pecado capital con alguna historia o relato ejemplar (Cyril Connolly sobre la codicia, Patrick Leigh Fermor sobre la gula), otros con jugosas digresiones (Christopher Sykes sobre la lujuria, Angus Wilson sobre la envidia, Evelyn Waugh sobre la pereza), y otros en fin con su propia experiencia del pecado en cuestión (Edith Sitwell sobre el orgullo, W. H. Auden sobre la ira). Pero echamos en falta un pecado capital, con mucho predicamento también a lo largo de la historia y nefandas consecuencias, que en la actualidad se ha perfeccionado mucho y ha llegado a ser muy popular, hasta el extremo de pasar por una virtud. Me refiero efectivamente a la estupidez. Un pecado que está destruyendo el mundo y con el que sin embargo somos condescendientes y hasta comprensivos. Tal vez porque sin darnos cuenta, y en mayor o menor grado, todos lo compartimos. Porque el hombre siempre ha sido en alguna medida estúpido. Pero nunca como hoy se ha sentido tan orgulloso de su estupidez.

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