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Autonomismo y federalismo

Autonomismo y federalismo

Se recogen en este utilísimo volumen las intervenciones parlamentarias de José Ortega y Gasset en algunos de los debates más vivos y complejos de su tiempo, el de la renovación de España en una coyuntura decisiva de su historia. Algo más de 80 años median entre estas aportaciones del Ortega diputado por la provincia de León de las primeras elecciones a Cortes Constituyentes de la segunda República Española, en la que veía un ideal moral regenerador de la vida nacional, y nuestro presente.

Entre aquel momento histórico y el nuestro han tenido lugar acontecimientos tan decisivos como el nacimiento y hundimiento de un régimen que fue inicialmente recibido con entusiasmo por el país, o al menos por una parte de él, una guerra civil que supuso una quiebra sin precedente en la vida pública española, una larga dictadura, como dicen algunos o un «régimen autoritario», como prefieren decir otros, una segunda Restauración borbónica presentada en su momento como una instauración exnovo y varios decenios de normalización democrática. Los discursos parlamentarios que Ángel Valero reproduce fiel y contextualizamente con sabiduría en su brillante ensayo introductorio, nos ponen frente al dato incontrovertible de la actualidad, de la rara actualidad de los debates que llenaron la breve pero intensa vida parlamentaria de Ortega durante aquel bienio. Se trata de siete discursos pronunciados entre julio de 1931 y julio de 1932 ante las Cortes Constituyentes por un intelectual «puro» que siempre se considero un «transeúnte de la política», vástago, por otra parte, de una familia firmemente encajada en el sistema político de la Restauración canovista, y en cualquier caso muy vinculada al liberalismo dinástico, y que no dejo incluso de defender en alguna ocasión que el «ideal de un pueblo» es que «no se vea obligado a que intervengan en política los intelectuales».

A pesar de esa «pureza», la de quien solo había buscado un liderazgo cultural y nunca fue un hombre de partido, Ortega, preocupado siempre por el problema de la vertebración de España, no dudó en dedicar a la política activa notables esfuerzos en algunos momentos de su vida. Y siempre ofició sin desfallecimiento en la convulsa España que le toco vivir, de educador político y pedagogo social. De hecho su gran propuesta, que fracasó en su día, lo fue de un «gran partido nacional» dirigido por la burguesía ilustrada reformista y llamado a renovar, lejos de todo meropragmatismo de la vida española.

En el momento que nos ocupa Ortega intervino en el Congreso como miembro de una exigua minoría, la Agrupación al Servicio de la República, que había jugado, no obstante , un importante papel en la caída de la monarquía Alfonsina. No tenía detrás, pues, masas organizadas, ni podía aspirar a ser un factor importante en la mecánica parlamentaria. Pero se empleó a fondo en su tarea. De ello son sin duda una clara prueba precisamente estos discursos. En los mismos destaca el debate entre dos principios que Ortega juzga antagónicos: los de autonomía y de federalismo. Para el filósofo madrileño el autonomismo es «un principio político que supone ya un Estado sobre cuya soberanía indivisa no se discute porque no es cuestión». Este modelo, de acuerdo con el que el gobierno autonómico representa poderes del Estado, exige claridad y fidelidad en lo relativo a los principios competenciales, la cooperación interterritorial, el primado de la lealtad constitucional y la financiación autonómica. El federalismo, en cambio, «no supone el Estado, sino que al revés, aspira a crear uno nuevo con otros estados preexistentes, y lo especifico de su idea se reduce exclusivamente al problema de la soberanía. Propone que estados independientes y soberanos cedan una porción de su soberanía a un Estado nuevo superior, quedándose ellos con otro trozo de la antigua soberanía que permanece, limitando el Estado superior recién nacido».

Como es bien sabido, en aquella coyuntura constituyente Ortega se pronunció con la mayor energía de que fue capaz, a favor de la solución autonómica en su más amplia versión. Es decir, no en la debida a otorgar un Estatuto de Autonomía solo a «dos o (a lo sumo) tres regiones» tan «díscolas» como representativas de una España centrifuga, si no a todas. Para él una España organizada en regiones autónomas vería «cernirse majestuoso sobre sus diferencias el Poder nacional, integral, estatal y único soberano». Y haría suyo, sin el menor desfallecimiento tanto el principio de la soberanía, una indivisa como origen de todo poder, de todo Estado, y en el de toda ley como el ideal de un Estado fuerte, serio y abierto y «robusto». El propio, en definitiva, de una España «centrípeta».

En su estudio introductorio Ángel Valero ofrece un fresco de gran amplitud, que abarca desde la entera historia de la primera Restauración hasta su hundimiento, incluyendo el pensamiento político de Ortega y las empresas «reformistas» que promovió o en las que participó hasta su retirada final. Hasta el célebre «no es eso, no es eso» que no todos sus seguidores entendieron. Valero analiza el programa orteguiano, próximo al que para Francia había diseñado Renan, de una deseable «gran política» entendida como un proyecto de futuro en común que un gobierno presenta a un pueblo, siempre atenazado, en nuestro caso por la recurrente pregunta por su ser: el ser de España. Como tal política Ortega entendía «una imaginación de magnas empresas en que todos los españoles se sientan con su quehacer». El estudio de Valero profundiza también en su apuesta por la renovación del liberalismo y de la democracia, poniendo uno y otra «a la altura de los tiempos». Y cómo no, desde luego, se ocupa de la visión orteguiana del problema catalán, entonces candente, «como un problema que no se puede resolver, que solo se puede conllevar».

Ángel Valero se detiene igualmente en la polémica de Ortega con Azaña, el político de raza al que la naturaleza dotó de una gran capacidad intelectual, que prefirió dejar de ahondar en ese problema dando por bueno que la votación de la constitución podría -y debería- representar su solución definitiva. Ello implicaría para Azaña, un optimista, sin duda, en este punto, o daría como fruto la superación de cualquier «prejuicio» relativo a una posible «ruptura» de España. Le privaría de fundamento.

Es posible que a la vista de la actualidad de estas polémicas y de la presunta crisis territorial en curso, el lector de esta obra se quede con esa sensación de melancolía que genera siempre la sospecha de estar frente a cuestiones esenciales, ante una especie de «eterno retorno de lo mismo»... como es posible también que el rigor, la elegancia, la capacidad propositiva y, en fin, la sabiduría de estos discursos orteguianos provoque, a la vista de lo que hoy se ofrece en ese ámbito, una dosis no menor de ese ambiguo sentimiento.

Pero, en fin, así son y así están las cosas. Por lo demás y como alguien dijo lucidamente en su día, lo que ocurrió en la historia como tragedia, si se repite suele hacerlo como farsa.

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