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Cultura machista

El sábado 25 de noviembre pasado hubo manifestaciones contra el acoso sexual a la mujer en gran parte del mundo. Desde luego muchos países tienen motivos sobrados para preocuparse. Como siempre, el problema no ha estallado hasta que un suceso ocurrido en EE UU lo ha visibilizado: hace un mes nos enteramos del acoso sexual del productor Weinstein a varias actrices, denunciado por Rose McGowan. De ahí saldría la manifestación del 12-N en Los Ángeles bajo el lema #metoo (yo también). En todas partes cuecen habas. Por ejemplo en Gran Bretaña los políticos parecen ser especialmente salaces: dos ministros dimitidos, seis diputados sancionados y un tercer ministro suicidado, siempre por acoso sexual, constituyen un triste balance. Y de España, ¿para qué hablar?: la violación colectiva de una joven en los sanfermines de 2016 por cinco tipos que se autodenominan «La Manada» ha estado en boca de todos con ocasión del juicio que se celebraba estos días. No es un caso aislado. Es casi imposible encender la radio o la televisión sin que se nos comunique un nuevo caso de lo que eufemísticamente llaman «violencia de género».

Ahora bien, quienes de verdad conocen el paño son las latinoamericanas. Catorce de los veinticinco países con mayor tasa de feminicidio del mundo están en Hispanoamérica. Por eso allí las protestas de las mujeres (y afortunadamente también de muchos hombres) son más tempranas, más virulentas y más sutiles. En junio de 2015 comienza a difundirse en Argentina el hashtag #niunamenos, que pronto irradiaría por todo el subcontinente. Tal vez por eso no es sorprendente lo de Chile. Les cuento. Ustedes se estarán preguntando qué tiene que ver todo esto con la incultura y tal vez piensen que más bien debe clasificarse como crónica de sucesos, cuando no como asesinato masivo (al fin y al cabo, el feminicidio es un genocidio que afecta a la mitad de la población). Tienen razón, solo que en Chile han puesto el dedo en la llaga al señalar que el origen de está lacra está en un simple hecho cultural aparentemente anodino. Ese mismo 25-N estaba en Chile, adonde me había llevado la profesión, y tuve ocasión de visitar el Museo de Bellas Artes de Santiago. En el vestíbulo se exhiben las copias de famosas estatuas europeas que se hicieron en el siglo xix para ilustración de los artistas chilenos. Cada una tiene su correspondiente cartel explicativo, pero esta vez las acompañaba un segundo cartel naranja con una frase de todos los días, relativa a la mujer y que ilustraba el tema de la estatua. Les confieso que estos textos me impresionaron y eso que, como filólogo, se supone que estoy curado de espanto. Porque lo que estas frases mostraban no es una especial brutalidad de contenido -eso se lo dejamos a los cerdos de la manada-, sino, al contrario, una aparente inocuidad, tanta que los varones se las hemos oído cien veces a nuestros amigos y parientes, cuando no las hemos sorprendido en nuestra propia boca.

Vean los argumentos (¿) de estos carteles, agrupados bajo el lema «el maltrato verbal también es violencia»: Tú le provocaste, es decir, tu manera de vestir lo excitó. Deja que te lo explique, tú no entiendes nada, o sea, aquello de las criaturas de cabellos largos e ideas cortas de Schopenhauer. ¿Puedo hablar con el hombre de la casa?: por supuesto, ella es un ser irresponsable y no se le puede explicar la factura del gas. Sola no puedes, búscate un marido: naturalmente, además de tontas e irresponsables, son débiles. ¡Gorda!: ya que no sirves para otra cosa, consérvate atractiva, no te atrevas a abandonarte, aunque yo tenga una enorme pancha de bebedor de cerveza. Ella se lo buscó: claro, si la chica de Pamplona se hubiese quedado en casa (¿bordando?), no le habría pasado nada.

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