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El difícil oficio de espía presencial

Se cumplen 45 años de la publicación de «El topo», la magistral novela de Le Carré que inauguró el género literario más contemporáneo: el espionaje

El difícil oficio de espía presencial

Ahora que todos somos más o menos espiados con más desvergüenza que provecho por todo tipo de artefactos más o menos tecnológicos y por lo general ocultos, tal vez es el momento de rendir homenaje a John Le Carré, a su obra en general y en particular a El Topo, gran novela de espionaje presencial, la mejor sin duda de su gran autor, de la que pronto se cumplirán 45 años de su publicación. Antes de entrar en materia, me distraeré un poco con un par de cosas que algo tienen que ver con el asunto. Escribo esto durante el auge informativo sobre el juicio en Navarra contra cinco miserables, conocidos como La Manada, que violaron a una chica en un portal de Pamplona durante una madrugada de espanto sanferminero. Al parecer, el abogado de dos de ellos, que nunca querría para mi, encargó a un detective privado un informe completo sobre la conducta de la chica violada en los días posteriores a la tragedia, tal vez para comprobar si la víctima en cuestión era una frescales. ¿Y qué si lo era? ¿Acaso no tiene derecho a serlo tanto o más que los chicarrones que la agredieron en manada? El tribunal parece haber aceptado dicho informe como prueba de no se sabe todavía qué cosa, de modo que a la feroz miseria de La Manada se une la del abogado, la del detective y la del tribunal. El otro caso es más doméstico, pero no por ello más banal. Hace un par de semanas recibo una carta de una empresa eléctrica, con la que no tengo relación alguna, en la que me felicitan por haberla contratado. Hago una llamada para comunicarles que no he hecho tal cosa. Días después, me llega la primera factura de esa empresa que no he contratado, en la que constan todos mis datos bancarios. Nueva llamada, ya algo furiosa, para decirles que no pienso abonar esa factura. Al día siguiente, nueva cartita de dicha empresa, en la que me dicen que se trata de un error, por el que no me piden disculpa alguna. Días más tarde, me llega una carta de la empresa que sí tengo contratada, agradeciéndome mi fidelidad y anunciándome por ello una rebaja considerable en el pago de sus servicios. Les llamo para decirles si eso quiere decir que me han estado estafando hasta ahora. No hay respuesta, claro. El problema es dilucidar cómo la empresa no contratada disponía de todos mis datos, cómo la empresa si contratada supo del inexistente acuerdo con otra empresa, y cómo tienen la jeta de obsequiarme con una rebaja sustancial en las facturas a cambio de una fidelidad nunca interrumpida. Persuadido de que lo sabían todo sobre mí, renuncié a la dichosa rebaja y elegí el silencio sobre todo lo demás. No denuncié nada porque esas empresas disponen de abogados tan perspicaces como los de La Manada sanferminera, lo que no es mi caso, y posiblemente también de detectives sin lupa atornillados a la caja de contadores de mi vivienda.

Así que mejor volvemos a John Le Carré, si el lector lo desea, ya que él sabe más de estas miserias que todos nosotros juntos. El autor (David Cornwell de nombre real) nació en Inglaterra en 1931, cursó estudios en Oxford y otras universidades y poco después entró en el cuerpo diplomático, al servicio del espionaje del M15 y M16 británicos. Poco después comenzó a publicar algunos cuentos hasta dedicarse exclusivamente a la literatura, centrándose en el mundo del espionaje. En 1961 publicó Llamada para el muerto (a los 30 años de edad) y en 1963 alcanzaría un notable éxito con El espía que surgió del frío (llevada al cine con una impagable actuación de Richard Burton), lo que le permitió dedicarse solo a la literatura. Pero fue en noviembre de 1974 cuando dio el bombazo con Tinker. Taylor, Soldier, Spy (publicada de inmediato en castellano por Noguer con el título de El topo, con traducción de Carlos Casas), inventando la novela contemporánea del género. Lo hizo a los 43 años, que son precisamente los que se cumplen ahora de la edición de Noguer entre nosotros.

¿Qué diablos tiene esta novela tan celebrada hasta ahora mismo? Lo primero, que está escrita desde dentro, esto es, por un reciente ex espía que sabe muy bien de qué está hablando, y no como ahora, cuando casi todo el mundo se cree en la obligación, ya sea en la prensa o en las teles, de dar la vara sobre asuntos que en realidad desconoce. Pero sobre todo, esa novela destaca por la inteligente habilidad del autor al construir una trama diabólica (las fundadas sospechas de que existe un topo al servicio de los soviéticos en la cúspide del espionaje británico) servida por una urdimbre en la que deslumbran como soles las características incluso íntimas de los espías de postín. El resultado es así tan extraordinario como inquietante, y no solo para los personajes que desarrollan semejante oficio deambulando por alcantarillas siniestras. En ese sentido, parece oportuno sugerir que El topo ha sido y lo será siempre una novela de palpitante actualidad, que además sobrecoge por su excelente prosa.

Como es natural, Le Carré elige a George Smiley, su personaje favorito, como protagonista casi absoluto de la novela. Un Smiley ya algo envejecido, despedido de las alturas del Circus, en perpetúa equidistancia con su querida esposa, que indagará pausadamente pero sin descanso el amplio recorrido entre las sospechas iniciales y su resolución final, tendiendo una trampa mortal urdida por él mismo. No voy a entrar en detalles para no destripar el asunto a los lectores que ¡todavía! desconozcan la novela. Pero no estará de más dar algún indicio del enorme talento de su autor. Ya en la primera página aparece un tal Jim Prideaux, del que luego sabremos que fue una de las primeras víctimas del topo y que ahora hace de profesor infantil en una escuela remota, y aparece precisamente cuando llega por primera vez a la escuela subido a una camioneta con remolque. Un niño observa su llegada, y se extraña de que no se detenga frente a la escuela con su vehículo, ya que hace una intrincada maniobra hasta aparcar en un lugar medio oculto. En otras palabras: ya intuimos, sin mención alguna al respecto, que la extraña actitud del tal Jim tal vez se debe a que se trata de un espía. Y el lector se pregunta: Pero ¿qué ha venido a hacer aquí? Y eso en la primera página. Le Carré responderá a eso y a muchas cosas más con su enorme talento de escritor, ya que es habitual en él no plantear preguntas sin respuesta. Creo yo que por dignidad literaria.

Con todo, conviene subrayar que acaso lo más espeluznante de esta gran novela sea su habilidad para indicar, como de paso, la terrible soledad de los espías y sus orígenes concretos. No parece saludable para nadie ocultar por obligación en qué ocupa su tiempo, dedicar tanto esfuerzo a crear huellas falsas como a borrar las verdaderas, distanciarse a propósito de todo el mundo, incluida la familia, fingir todo el tiempo como regla básica de su profesión, tratar arduamente de no cometer errores porque pueden ser numerosos los perjudicados? Todo esto y más consigue Le Carré sin esfuerzo aparente. Y no como los abogados de manadas de cafres que se divierten encerrando toros o violando de madrugada en patio ajeno a muchachas solitarias.

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