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El hombre que escribía cuentos en Navidad

Vicente Muñoz Puelles recrea los últimos años en la laboriosa vida como escritor de Charles Dickens (1812-1870), cuyo reconocimiento como autor de relatos es universal, especialmente por su célebre «Christmas Carol», la «Canción de Navidad».

El hombre que escribía cuentos en Navidad

Bandadas de gaviotas graznaban y sobrevolaban el puerto de Folkestone, al sureste de Inglaterra. Era el 9 de junio de 1865, y Charles Dickens volvía de Francia, donde había pasado unas cortas vacaciones, en compañía de Ellen Ternan y de la madre de esta, Fanny.

En cuanto el barco atracó junto al muelle, bajaron por la escalerilla. Dickens aún no había pisado tierra cuando una gaviota descendió de pronto, como si hubiera avistado un pez, y rozó el reluciente sombrero de copa del escritor con el pico.

Ellen, que iba detrás, se echó a reír. Dickens se contentó con quitarse el sombrero y examinar la huella del picotazo, que apenas era visible. «Si yo fuera supersticioso, lo tomaría como un presagio», pensó. Pero no lo era. Poco después subieron al llamado tren de las mareas, que se dirigía a Londres, y se instalaron en un vagón de primera clase.

Las Ternan eran actrices. Ocho años antes, Ellen había actuado en una obra teatral, escrita parcialmente por Dickens. Este, que tenía cuarenta y cinco y se encontraba en plena crisis matrimonial, se había quedado prendado de aquella joven de dieciocho, rubia, de nariz respingona y ojos soñadores, al verla moverse y decir sus frases sobre el escenario.

Se había declarado y ella había consentido, halagada. ¿Cómo podía oponerse a los avances del escritor más popular de Inglaterra, y quizá del mundo? Aquel incansable creador de argumentos y de personajes habría encontrado el modo de sortear cualquier negativa.

El divorcio era impensable para alguien de la posición de Dickens, entre otras razones porque la única manera de obtenerlo era declarar que se había cometido adulterio.

Pero, tras llegar a un acuerdo económico, su mujer y él habían decidido poner fin a su vida en común. Ambos tenían la impresión de haber malgastado los años compartidos.

Dickens había puesto una casa a nombre de Ellen. Allí pasaba tres noches por semana, cuando no estaban juntos viajando por el extranjero, como en aquella ocasión, en la que habían hecho una breve escapada a París. La madre les acompañaba casi siempre, para cubrir las apariencias.

Treinta y tres minutos después de ponerse en marcha el tren pasaron junto a la tranquila villa de Headcorn y, a una velocidad de unos setenta kilómetros por hora, se acercaron al viaducto que sobrevolaba el río Beult, en las afueras de Staplehurst.

En aquel mismo momento había unos obreros reparando las vías. El capataz había consultado un horario de mareas equivocado, el barco había atracado antes de lo que esperaba y el tren también había salido de Folkestone antes de tiempo. Las señales de aviso estaban demasiado cerca del viaducto, y había un tramo de unos veinte metros sin raíles.

Cuando el maquinista vio las señales y activó los frenos, ya era tarde. Impulsada por su velocidad y su peso, la locomotora se deslizó sobre las traviesas de madera y llegó al extremo opuesto del viaducto, pero las vigas de hierro fundido que había bajo ellas cedieron. Casi todo el tren giró sobre sí mismo y se precipitó al barranco.

El diseño deficiente del viaducto, que carecía de guardarraíles o cualquier otra valla de protección, contribuyó al desastre.

El vagón en el que Dickens y sus acompañantes viajaban volcó también, pero no llegó a caer por completo. Quedó colgando del viaducto, con un extremo apoyado en tierra, en una posición de equilibrio precario que parecía casi insostenible.

Debido a la inclinación, Dickens y las Ternan habían acabado en un rincón del compartimento. La madre lloraba.

—Abrázame, Charles -dijo Ellen-. Si hemos de morir, hagámoslo juntos.

Dickens la abrazó, pero su mente estaba distraída. Intentaba cerciorarse de que el vagón había dejado realmente de moverse.

—Ya ha pasado todo -anunció, al cabo de un rato-. No puede sucedernos nada peor. Por favor, quedaos aquí y tranquilizaos. Llorando no vais a arreglar nada.

Se deslizó con muchas precauciones hasta una ventana, que estaba abierta, y se asomó. Bajo el cielo despejado y alegre, en el que las gaviotas empezaban a arremolinarse como buitres, la escena era desoladora: vagones desvencijados, amontonados unos sobre otros, y cuerpos gimientes que asomaban a duras penas entre los escombros.

Dickens se deslizó hasta el suelo. Dos guardas del tren, que corrían alocadamente a lo largo del viaducto, le preguntaron si se encontraba bien. Uno de ellos tenía un corte en la cara, del que manaba sangre.

—Estoy bien, pero ahí dentro hay gente atrapada -contestó Dickens-. Fíjense en mí. ¿Me conocen?

—Sabemos muy bien quién es usted, señor Dickens. Es el hombre que escribe esos cuentos sobre la Navidad.

—Entonces, por lo que más quieran, denme las llaves para abrir este vagón y sacar a las señoras.

Cuando se las dieron, ayudó a salir a las Ternan y a los ocupantes de otros compartimentos. Luego tomó su botella de brandy, llenó su sombrero con agua del río y empezó a socorrer a los heridos.

Un hombre cubierto de sangre, que daba la impresión de haber salido despedido de uno de los vagones, yacía junto a la orilla con la cabeza abierta. Dickens vertió agua sobre su cara para refrescarle, y le dio algo de brandy.

—Me voy -dijo el hombre, con una mueca que acaso intentaba ser una sonrisa, y expiró allí mismo, sobre la hierba.

Había una mujer recostada contra un árbol, con la cara gris y unos hilillos de sangre que le surcaban la frente. Dickens le preguntó si quería algo de brandy, pero ella negó con la cabeza, y él la dejó para atender a otros heridos. Cuando volvió a pasar a su lado, estaba muerta.

Un hombre se le acercó corriendo y le pidió ayuda para encontrar a su esposa. Dickens y él se desplazaron entre los escombros hasta dar con uno de sus zapatos, todavía enfundado en su pie. También estaba muerta.

Como el propio Dickens le contaría por carta a un amigo: «No hay imaginación capaz de concebir el estado al que habían quedado reducidos algunos vagones ni los pesos extraordinarios bajo los cuales yacían algunas personas, ni las posturas retorcidas de los cuerpos, atrapados en una confusión de hierro, madera, barro y agua».

Durante las tres horas siguientes, Dickens siguió ayudando a los heridos. Cuando la situación empezó a estar controlada y pudo hacerse una primera evaluación de las pérdidas, que eran unos diez muertos y más de cuarenta heridos, algunos de ellos muy graves, recordó que en el compartimento que habían ocupado debía estar aún el único manuscrito de una novela casi acabada, Nuestro común amigo, que le había acompañado durante el viaje. Con toda la calma que pudo reunir, volvió al vagón, se encaramó hasta la ventana y lo recuperó.

Pero la calma le duró solo mientras permanecieron en el escenario del accidente. Esa misma noche y las siguientes, en Londres, empezó a sentir náuseas y temblores cada vez que evocaba la escena.

Con el pretexto de que estaba enfermo y además solo podía informar sobre sí mismo, se negó a declarar cuando le llamaron para participar en la investigación que tuvo lugar poco después.

Era también, por supuesto, una excusa para mantener en el anonimato su relación con Ellen Ternan. Pero el recuerdo del accidente le atormentaría el resto de su vida, y nunca llegaría a recuperarse.

Ya en su casa de Gad´s Hill, concluyó la redacción de Nuestro mutuo amigo, novela en la que los acaudalados contratistas de la recogida de basuras tienen un papel importante, y toda la sociedad inglesa es comparada con un montón de desperdicios.

El epílogo contaba el episodio del rescate del manuscrito tras el accidente de Staplehurst, y terminaba de este modo: «Recuerdo con cierto alivio que nunca estuve más cerca de tener que despedirme para siempre de mis lectores que entonces, si exceptuamos ese otro momento, que ha de acabar llegando, en el que alguien escribirá contra mi voluntad la palabra FIN, con la que hoy cierro este libro».

—Es como si estuviera viviendo una vida prestada -solía decirles a sus amigos-. ¿Por qué yo, entre todas aquellas personas, fui elegido para seguir con vida?

También le preocupaba el problema del tiempo. ¿Se iba gestando todo mientras uno vivía y actuaba o ya existía de antemano? ¿Era el futuro una consecuencia del presente, y este del pasado? ¿O lo que sucedía de veras era que el pasado, el presente y el futuro existían simultáneamente en algún lugar, y uno se limitaba a moverse entre ellos y a barajarlos, como él había hecho en Canción de Navidad con los fantasmas navideños? Dicho de otro modo, ¿estaba ya escrito el futuro?

Instintivamente él sabía que no era así. Pero, al pensar en el accidente ferroviario, tenía la impresión de que la catástrofe estaba allí, agazapada, aguardando en el viaducto, mientras los pasajeros, ignorantes del peligro, se precipitaban a toda velocidad hacia ella.

Hasta el recuerdo de su actuación para socorrer a los moribundos o heridos, que a los ojos de muchos le había convertido en un héroe público, le resultaba incómodo, como si fuese obra de un impostor o de un doble.

Fue entonces, a los pocos meses del accidente, cuando escribió uno de sus cuentos de fantasmas más celebrados, El guardavía. Aunque en dicho cuento hay un choque de trenes en un túnel, y la localización recuerda el choque del túnel de Clayton, ocurrido años antes, Dickens transfirió a la historia la ansiedad y la obsesión por las premoniciones que sentía desde el accidente de Staplehurst.

Su salud se deterioraba con rapidez. Era lo que él llamaba «una bajada general de tono». Notaba dolores en los ojos, y también en el pecho, en el vientre y en la pierna y el pie derechos. Todo ello, según le decían los médicos, se debía a una disfunción del corazón.

Un paciente más dócil o menos creativo habría considerado la posibilidad de reducir algo su frenética actividad. Pero su instinto, por raro que parezca, le aconsejaba lo contrario. Lo que él quería era precisamente aumentar esa actividad y, para usar una de sus metáforas favoritas, «pelear la batalla hasta el mismísimo final».

Era como si quisiera castigarse de una manera casi enfermiza por las debilidades de la carne, o por haber sobrevivido al accidente del tren.

Se empeñó en hacer otra gira de lecturas públicas de sus obras y viajó por todo el país, pese a que eso le obligaba a desplazarse en tren, y la sola idea de hacerlo le provocaba escalofríos.

De nuevo escenificó fragmentos de sus novelas y cuentos favoritos, impostando las voces y adoptando las actitudes y los gestos de todos sus personajes, en los teatros y salas de conciertos de Liverpool, de Newcastle, de Wolverhampton y de Birmingham.

La agotadora gira prosiguió en Irlanda y en Norteamérica, donde ya había estado años antes. Visitó sobre todo las grandes y pequeñas ciudades del este de los Estados Unidos, y llegó a actuar ante audiencias de hasta cinco mil espectadores.

Al volver a Inglaterra era un hombre rico, pero había sacrificado su salud. Tenía los cabellos blancos y los ojos hundidos y febriles, se cansaba con inusitada facilidad y continuamente necesitaba aplicarse paños calientes y húmedos en las piernas y en un costado, para aliviar sus dolores.

Consciente de que el final se acercaba, coqueteó con la idea de escribir otro de sus célebres cuentos de Navidad. Pero se sentía incapaz de competir consigo mismo. Por mucho que se esforzara, ¿cómo iba a superar el éxito de Canción de Navidad?

En su lugar decidió hacer una gira de cien lecturas públicas, como despedida, y decidió incluir en su programa una escena de Oliver Twist, la del asesinato de Nancy a manos de Bill Sikes.

La había ensayado muchas veces y la había reescrito para hacer aún más espeluznantes los efectos dramáticos, de modo que conseguía poner los pelos de punta a sus oyentes y él quedaba exhausto.

Fue una gira asombrosa. En cada población le aguardaban carteles y banderas de bienvenida. Le costaba tenerse en pie sobre el escenario, porque estaba amenazado de parálisis.

Leía trozos de Pickwick y de La pequeña Dorrit, pongamos por caso, y luego escenificaba el asesinato de Nancy. Los hombres gemían y las mujeres se desmayaban, pero permanecían en sus asientos, y al final todo el mundo aplaudía.

Luego, en su camerino, Dickens recibía las atenciones de los médicos, que medían sus pulsaciones y le rogaban que interrumpiera cuanto antes la gira.

Por fin, el 15 de marzo de 1870, Dickens leyó por última vez Canción de Navidad, ante un auditorio de dos mil personas, en una sala de conciertos de Piccadilly, en Londres. Los aplausos y las ovaciones le obligaron a salir a saludar varias veces.

De pronto pidió silencio, paseó su mirada por la sala muy despacio, como si quisiera retener la imagen de cada uno, y dijo:

—Desde estas luces deslumbrantes, me desvanezco para siempre con un cordial, agradecido, respetuoso y cariñoso adiós.

Acto seguido besó su propia mano y se la ofreció al público.

Durante las semanas siguientes estuvo en Gad´s Hill, trabajando en la que sería su última novela, El misterio de Edwin Drood.

Una tarde llamaron a la puerta del despacho. Era su hijo Charles, que había ido a visitarle.

—Padre, si no quiere nada más, regreso a Londres ­-dijo. No hubo reacción por parte de Dickens, que continuó escribiendo con la misma intensidad, como si estuviera solo-. Padre, me voy. ¿Necesita algo? -volvió a insistir Charles, en un tono más alto.

Dickens levantó la cabeza y le miró larga y fijamente, pero en cierto sentido fue como si no le viese, porque no hizo señal alguna de reconocimiento.

El 8 de junio estuvo trabajando todo el día. En el comedor, Georgina Hogarth, su cuñada, observó que padecía dolores, y él le confesó que se sentía indispuesto desde hacía una hora. Temía, dijo, que El misterio de Edwin Drood quedara sin acabar. Añadió que debía partir inmediatamente para Londres y se levantó de la mesa.

Mientras caía al suelo y se le desintegraba la conciencia, imaginó que una gaviota descendía sobre él y le acariciaba el cabello con el pico.

Entre Georgina y los sirvientes lo trasladaron a un sofá. Pasaron toda la noche velándolo, pero no recuperó el conocimiento.

Al día siguiente lo colocaron en el ataúd de roble.

Era el 9 de junio de 1870. Se cumplían cinco años exactos del accidente ferroviario, lo cual, naturalmente, era una mera coincidencia.

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