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Música deshecha en llanto (y que hace correr tinta)

Ramón Andrés (Pamplona, 1955), posee uno de los registros intelectuales más originales y agudos de nuestro pensamiento actual. Sus incursiones en el mundo de la música le han granjeado, además, un bien merecido prestigio. Su última obra está dedicada al talento de Claudio Monteverdi, justo en el 450 aniversario de su nacimiento en Cremona.

Música deshecha en llanto (y que hace correr tinta)

Al ser humano la risa franca lo descompone. Pero, como la cebolla, le alarga la vida (lo dice un aforismo de la tierra). Al ser divino, en cambio, la risa lo desmerece y desacredita. Por eso, que una ninfa, semidiosa por naturaleza, ría está fuera de lugar: lo decente, lo decoroso, es que se lamente. Eso la humaniza y acerca a nosotros. Nos la hace amable. Y quizá deseable.

A las ninfas les está bien el llanto. Y el músico Claudio Monteverdi lo sabía. Por eso, las visitó más de una vez. Y las consolaba propiciando sus desahogos€ con lamentos: siempre con el permiso de las Musas, que de continuo le asistían como a músico que era.

El más conocido es el de Arianna: una ópera cuya partitura se perdió y de su naufragio, ¿quién sabe si provocado por el autor? solo nos ha quedado el aludido lamento, del que luego él mismo hizo versión sacra en el Pianto della Madonna, que es parte de la colección que titula Selva morale e spirituale. A Monteverdi le gustaba navegar entre esas dos aguas.

Pero hay otro lamento: el de la Ninfa, que incluye en su Octavo Libro de Madrigales, el último que publica en vida (1638), habiendo cumplido los 70: una edad más que avanzada para su tiempo. Un madrigal que empieza «antes de salir el sol»: Non habea Febo ancora€

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Monteverdi, como genio que es y no pequeño, vive la vida a la contra: discurriendo del ocaso al amanecer. Del madrigal a la ópera. De la lamentatio sagrada al lamento profano: de Jeremías profeta a la Ninfa semidiosa. De las Tinieblas del Oficio Divino a la luz del Olimpo clásico, poblado de dioses y diosas con desatadas e indisimuladas pasiones eróticas.

De los Oficios de Tinieblas guardo un recuerdo asociado a la Catedral de Valencia y al Miércoles Santo. Con litúrgica parsimonia, uno tras otro, se iba apagando ceremoniosamente los catorce cirios del Candelabro de los Siete Brazos y, a su término, las rúbricas ordenaban que hiciéramos un minúsculo estrépito golpeando los misales. Era lo único divertido a la postre de aquel soporífero ritual eclesiástico. Luego supe que músicos eminentes, como Charpentier o Couperin Le Grand, habían compuesto inspiradas músicas a cuenta de estas Tinieblas.

Ignoraba, en cambio, que un lamento, primo hermano de aquellas lamentaciones, podía ser luminoso cuanto aquellas eran tenebrosas. Pero no tardé en intuir que la Música y el «dulce lamentar» del que escribe en sus «églogas» Garcilaso son tal para cual. La Música es de natural lamentosa siempre que se lo propone. Y el lamento suena musical sin proponérselo.

Sonoros son gemidos, suspiros y sollozos. Y, si es verdad que quien canta sus males espanta, será porque los airea y hace de sus pesares melodías. Y así los comunica y comparte. Lo hizo Jeremías, en los Trenos del polifonista abulense Tomás Luis de Victoria, y lo hace la Ninfa del cremonés Claudio Monteverdi, que publica discretamente su Lamento entre sus madrigales, pero es, de hecho, una auténtica micro-ópera. Una fórmula que se ciñe como anillo al dedo a nuestro tiempo apresurado de micro-relatos y micro-mecenas.

Seis minutos, más o menos, invierte Monteverdi para contarnos, cantando, El Lamento della Ninfa, a tres voces varoniles más una de soprano, y bajo continuo. A éste, a cargo de un laúd o un clavecín, más un instrumento de arco grave, le corresponde hilar las tres partes en las que se articula la pieza: un preludio descriptivo, una escena dramática y un pos-ludio moral.

En la primera, las tres voces de varón saludan el alba de la doncella que sale pálida de casa y se desfoga pisando flores, con suspiros y llantos. Las voces discurren en paralelo, con ligeros contrapuntos que sugieren los brincos juguetones de la enamorada, sola y abandonada.

La segunda cede el canto a la Ninfa. Oímos su lamento: ¿adónde (dice) fue a parar la fe que me juró el traidor? Haz que vuelva, Amor, o quítame la vida. Y el trío de caballeros le hace de coro: miserella, repite una y otra vez, como en una letanía o responsorio: en un estilo que el autor conoce bien, pues él mismo lo ha puesto en práctica en su devota Selva Morale.

Y la brevísima tercera parte, o epílogo, cierra la escena con una moraleja: así (dice) en los corazones amantes mezcla el amor el fuego con el hielo. No se puede decir, o mejor hacer sentir, en tan breve espacio de tiempo, más con menos medios.

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Lamento della Ninfa es el título de un pequeño pero precioso libro recientemente publicado por la editorial Acantilado y del que es autor el musicólogo (para citar de sus varios saberes el que ahora viene al caso) Ramón Andrés. Como la música de la que parte y toma su título, este micro-libro, de factura breve y largo alcance, no tiene desperdicio.

El madrigal-ópera de Monteverdi sirve al escritor la ocasión para un amplio abanico de consideraciones acerca de la música y la poesía, con un despliegue de asuntos y observaciones que asombra cómo se puede hablar de tantas cosas diversas y eruditas sin que al lector le pese la abrumadora erudición o la libre divagación del discurso. Ése es, a mi entender, un mérito, si no el mayor, de los más notables en un libro que, cruzando intereses dispersos acerca de todo lo divino y lo humano, entra en el ánimo sin sentir, con su «deleitar aprovechando».

Muy recomendable para quienes amamos la música (no osaré decir «con mayúscula» para no herir susceptibilidades), la música a secas, que nunca es seca, o la música sin más, que siempre es algo más, hará las delicias, no obstante, de aquel que, andándose por las ramas, cualesquiera que sean, del saber, goce saboreando lo que sabe y quiera saber de ello algo más.

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Aun siendo breve, como lo es, y conciso, el libro de Ramón Andrés nos recuerda que, para decir lo que la música dice en solo seis minutos, las palabras han menester de páginas y páginas, párrafos y capítulos. El discurso verbal es prolijo por naturaleza. Lo que no obsta para que aspire, como aconsejaba Gracián, a la brevedad.

Tópico de sobra conocido es el que hace valer una imagen por encima de mil palabras. Pues bien: si de llegar al corazón se trata, la voz (palabra y música) aventaja a la imagen. Con razón ésta se precia de su prestigio frente al pensamiento. Pero el sentimiento se acomoda más y mejor a la voz. Ella le llega antes. Su ruta es más breve. Curioso que, siendo la luz más veloz en el mundo físico, sea el sonido más certero y rápido en el mundo anímico. Es «la razón del corazón que la razón no conoce». Monteverdi resume a Garcilaso.

Lo que se dice solo se deja ver si se escribe: pero se oye en cuanto se dice. Y se siente, además, cuando se canta. La voz suena de inmediato y nos llega al alma.

Lamento della Ninfa, como primera providencia, nos conmueve de entrada y pone en órbita. Pero agradecemos el que, una vez embarcados en su canto, le demos vueltas y vueltas. Y a ello nos invita y acompaña el libro de Ramón Andrés, lleno de «resonancias», como propias de una glosa de amplio espectro, constelada de noticias interesantes y hallazgos felices.

La voz pertenece a la Ninfa, anónima y sin embargo dotada de identidad inconfundible y plena. El músico la registra y transcribe. Y el escritor comparte con sus lectores algo de lo que su escucha suscita, procurándonos así un indefinido viaje de ida y vuelta, del canto a la lectura y de la lectura al canto. Libro para oír y música para leer.

Así pues, bienvenidos sean, uno y otro: el madrigal y el libro que lo redescubre.

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