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Un paseo por FIL de Guadalajara

Un paseo por FIL de Guadalajara

México es un país que vive en un estado de perpetuo atasco automovilístico. Cada día, millones y millones de coches intentan circular por las calles y avenidas del país. Lo intentan, pero no lo consiguen. Se mueven, como dicen los taxistas de allí, «a vuelta de rueda»: el desplazamiento correspondiente al diámetro de una rueda, en una procesión interminable que ha cambiado los hábitos de los ciudadanos. Sucede en el Distrito Federal, ahora denominado Ciudad de México, desde que se convirtió en la trigésima segunda entidad federativa, con su constitución política y su congreso local propios; pero también en Guadalajara, en Puebla, en Cholula. Más que visitar México, el viajero tiene la impresión de conocer sus atascos, y, de paso, con un poco de suerte, frecuentar algunos otros lugares célebres del país.

El estado de atasco permanente ha transformado no sólo el paisaje de las ciudades y las costumbres de los méxicanos, sino también su mapa cromosómico. Sobre el viejo DF se cierne una panza de burro de eterna contaminación atmosférica que no permite ver con claridad el Popocatépetl, el volcán mitológico, ni la sierra que se levanta en el horizonte.

Ha habido sobre todo una consecuencia literaria de gran interés. Como los mexicanos se pasan media vida al volante, para no morir de aburrimiento y soledad han desarrollado una extraordinaria capacidad verbal que los convierte en admirables narradores orales. Cualquier conductor es un discípulo, al volante, de los cronistas de Indias, y los taxistas son todos ya maestros del realismo mágico hispanoamericano. Lo cierto es que dedican más horas al relato de sus aventuras terrestres que los escritores profesionales, aislados los pobres en sus despachos y bibliotecas, sin poder participar del gran acontecimiento nacional del atasco.

Más que el hecho de la superpoblación de la mayor parte de las ciudades, es el tráfico el que ha configurado el temperamento paciente, meticuloso y dicharachero de aquellos modernos habitantes del Nuevo Mundo.

De ahí que no sea de extrañar su pasión por los libros y la literatura, que han dado en convertir, andando los años, la Feria Internacional del Libro, de Guadalajara, también en un atasco, pero de carácter editorial, libresco.

Al viajero por el continente americano lo primero que lo deja con la boca abierta es el tamaño de las cosas, la desmesura con respecto a Europa, que parece un universo de juguete, uno de esos bibelots con minia

turas que producen iridiscencias al ser agitados. Los ríos son gigantescos; las cordilleras, descomunales; las ciudades, como las clásicas colmenas; las nubes viajan por el cielo a otra velocidad, igual que en las escenas aceleradas de las películas experimentales.

Por eso tampoco nos asombra que la Feria del Libro, de Guadalajara, se haya convertido, andando el tiempo (son ya treinta y dos ediciones), en una enormidad. A mitad de camino entre las ferias para profesionales y las ferias para el público entusiasta, la FIL es, sobre todo, un acontecimiento multitudinario. Miles de casetas con millones de libros, miles de empleados trabajando en las casetas, miles de escritores firmando, dando charlas, participando en mesas redondas, recibiendo homenajes, todo a la vez, a las mismas horas, desde la mañana a la noche, incluso con un día de actividades hasta la madrugada. En la FIL, a cualquier visitante, a cualquier invitado, se le pone cara de zombi

que camina hacia ninguna parte, en busca de no se sabe qué. Entre millones y millones de libros, los libros concretos son lo primero que desaparece.

Resulta emocionante ver las permanentes colas interminables de público. Gente muy joven, en su mayoría, que han de pagar veinte pesos para entrar en la Feria. Gente que ha hecho de la FIL algo íntimo, algo propio, algo más que un hábito: una manera de vivir y reconocerse durante las dos semanas más importantes del año para la ciudad. Existe un orgullo civil de los habitantes de Guadalajara para con su Feria. En la enorme sección dedicada a los libros infantiles, benditas hordas de niños invaden las casetas, los pasillos, y corren a sus anchas a la caza de algún ejemplar. Nunca he visto tantos niños y jóvenes arrastrando felices las bolsas

con sus compras recientes, como cazadores satisfechos con sus piezas en el morral.

Este año el invitado de honor era la ciudad de Madrid. Su pabellón, en la misma entrada de la Feria, consistía en un cilindro blanco en cuyo interior había un graderío, con dos niveles, para los asistentes a las lecturas. Mientras leían los poetas sus versos, o hablaban los conferenciantes, la gente se paseaba por el descansillo del nivel superior, y un grafitero pintaba al mismo tiempo en un panel, con sus espráis, sus ocurrencias en relación a lo que se decía. Me imagino que se trataba de un ejemplo vivo de aquello que los cráneos privilegiados denominan arte multidisciplinar, y que termina por convertirse en una especie de estorbo solidario. Durante la intervención de Marta Sanz y Carlos Pardo, cierto día, vi a un artista plástico pintar un enorme corazón de color rojo a sus espaldas. No recuerdo cuál de los dos poetas había utilizado en un texto el sustantivo amor.

El gran Fernando Savater, que recibió un merecido homenaje, bromeaba con el hecho de que muchos años atrás, en las primeras ediciones de la Feria, eran tan pocos los participantes que podían irse juntos a cenar después de los actos. Hoy haría falta montar una Feria de Gastronomía de Guadalajara, para alimentar a los asistentes a la FIL.

Acudí a Guadalajara con la idea de irme tropezando por los pasillos de la Feria con las docenas de amigos de Madrid que acudían invitados, pero lo cierto es que no vi a casi nadie, como es normal, entre la multitud. (Una noche, en un restaurante, entre efluvios mutuos de tequila y mezcal, me encontré a Luis Magrinyá y a Marcos Giralt Torrente, e hicimos un poco de patria.) No contaba con un hecho incontrovertible: mientras los escritores madrileños actuaban en la Feria, yo estaba en un atasco. Y mientras intervenía yo, los escritores madrileños estaban atrapados en el atasco nuestro de cada día.

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