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Los juguetes de Torres-García. La desconocida del Sena

Los juguetes de Torres-García. La desconocida del Sena

«A Carlos Pérez, descubridor de juguetes».

En septiembre de 1925, Torres-García viajó con su familia a París, con la intención de instalarse definitivamente. No era, claro, la primera vez que pisaba la ciudad, que conocía bastante bien. Pero la proximidad de tantos pintores famosos que residían allí, y con los que no tenía ningún deseo de competir, siempre le había hecho evitar la experiencia.

Ahora, en cambio, se veía abocado a instalarse en la capital. Se había dedicado a la manufactura de juguetes porque la pintura no le daba bastante dinero, y también porque amaba la madera desde la infancia.

Pero meses antes había recibido un telegrama desde Nueva York, informándole de que un incendio había destruido las instalaciones y el almacén de Aladdin Toys Co., la sociedad que había formado con un amigo empresario, para producir juguetes en gran escala.

Toda la producción se había perdido, y le dolía el estómago al pensar en tantos payasos, arlequines y damas vestidas de rojo, en tantos perros, pájaros, casas, carruajes con caballos, en tantas abecedarios y numerarios de colores, ardiendo y crepitando entre las llamas.

Tanto desde el punto de vista económico como sentimental, había sido una catástrofe de la que necesitaba reponerse. De haber estado solo, se habría quedado en cualquier rincón del mundo. Pero tenía esposa y cuatro hijos, a los que había que mantener. Quizá París era el lugar ideal para empezar a manufacturar juguetes de nuevo. Le extrañaba no haber tomado la decisión antes.

La familia se instaló provisionalmente en la vivienda de un pintor amigo, Jean Hélion. Allí, colgada de una pared del salón, sobre un fondo de raso carmesí que hacía resaltar su palidez, estaba la mascarilla de una joven, una adolescente de ojos cerrados, que sonreía levemente, con una extraña dulzura.

—¿Quién es? -le preguntó a Hélion.

—Se nota que has pasado mucho tiempo fuera -contestó su amigo-. Ahora, todo el mundo tiene una de estas máscaras. Es la Desconocida del Sena, una muchacha que se ahogó en el río y estuvo expuesta en la Morgue. Mucha gente fue a verla, pero nadie llegó a identificarla. Para preservar su belleza, uno de los empleados del depósito le hizo una máscarilla de yeso.

—No parece la sonrisa de una muerta.

—Debió suceder hace treinta o cuarenta años. El año pasado, un avispado mouleur encontró la mascarilla, hizo una copia y la colgó a la entrada de su establecimiento. Se vendió enseguida. Hizo cien copias, y también se vendieron. Hay una en cada buhardilla de la ciudad. Le han dedicado poemas, y hasta canciones. ¿No es hermosa? ¿Has visto alguna vez una sonrisa tan relajada?

—Si te fijas en las comisuras, te darás cuenta de que sonríe como la Gioconda -replicó Torres-García, sin dejar de mirarla.

—Me refiero a la vida real. Hay un joven escultor, Giacometti, que trabaja con Bourdelle. Dice que es como si la Desconocida se hubiese ahogado en un instante de extrema felicidad, y anda buscando a una muchacha que quiera repetir esa experiencia, y encontrar la felicidad en la muerte.

—¿Para qué?

—Eso ya no lo dice.

—¿Saben si fue un suicidio?

Hélion se encogió de hombros.

—Cuentan que la Desconocida se arrojó al río por despecho, al enterarse de que su amante la había abandonado por otra. Según eso, su sonrisa se debería a la convicción de que, por haber muerto ahogada, él no podría olvidarla.

Meses después, Torres-García encontró un apartamento con estudio en la calle Marcel Sembat, y se mudó a él con su familia.

Dedicaba buena parte del día a diseñar nuevos juguetes desmontables, y a imaginar cómo jugaría un niño con ellos. A veces tomaba unos trozos de madera, los recortaba y les daba forma con las herramientas. Luego los pintaba de distintos colores, o les pedía a sus hijos que lo hicieran.

En esos momentos, él también era un niño, como cuando curioseaba en el almacén de importación de su padre, en Montevideo. Los muebles y las máquinas llegaban en piezas, perfectamente dispuestos en sus cajas, y su mayor gozo era estudiar cada parte, y ayudar a armarlas.

Estaba esperanzado. A través de Kahnweiler, el agente de Picasso, había contactado con un empresario que parecía interesado en invertir en juguetes. Se hablaba de venderlos en las grandes tiendas, como Au Printemps.

Una tarde, Torres-García salía del Museo del Hombre, en Trocadero, donde iba de vez en cuando para ver y estudiar unas figuras de madera peruanas, de rostro aplanado, que le gustaban mucho, y las muñecas de tela de los indios hopi, cuando se cruzó en una calle solitaria con una mujer vestida de negro, que iba en sentido contrario.

La mujer caminaba con los ojos bajos y sonreía levemente. Torres-García tardó en reconocerla, y aún más en detenerse.

Miró atrás y sólo vio un vestido y un sombrero negros que se alejaban, pero de pronto tuvo la certidumbre de que aquella mujer era la Desconocida del Sena. No en vano había contemplado aquel rostro decenas de veces, en forma de mascarilla, en las réplicas que decoraban muchos estudios y viviendas de París

La siguió durante largo rato, a distancia, sin que ella se diera cuenta, hasta que se detuvo ante el escaparate de una tienda de material artístico. Antes de entrar, la mujer miró hacia atrás, pero en aquel momento Torres-García la observaba desde la acera de enfrente.

La esperó fuera, sin saber qué hacer. Al cabo de media hora, se decidió a entrar. Un hombre de fino bigote, vestido con una bata color ratón, le preguntó qué deseaba.

Torres-García miró a su alrededor. La mujer no estaba, pero había una pared cubierta con mascarillas de la Desconocida, dispuestas para la venta.

Sin decir nada, se limitó a señalar una de ellas, esperó a que se la envolvieran, pagó y salió.

De vuelta en casa, desenvolvió la máscara y se sintió feliz. Siempre había buscado el orden en las cosas, y le gustaba que todo encajara.

La máscara había sido tomada del rostro de una modelo, que acaso era la esposa o una amiga del dueño de la tienda. En el fondo, siempre había pensado que era técnicamente imposible obtener una sonrisa así de un cadáver.

La dejó caer en el suelo, para ver cómo se rompía. Examinó los fragmentos, los coloreó, se preguntó si a los niños les gustaría jugar con máscaras de madera.

Durante una temporada estuvo obsesionado con las máscaras. Hizo caras desmontables, de diversos colores, y máscaras toscas, rojas, de sonrisa feroz y dientes blancos.

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