Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Gamoneda desanda el origen del yo

Gamoneda desanda el origen del yo

No hay poeta que no haya mirado la niñez con nostalgia. Y si lo hay, qué escaso desencanto suele anidar en su voz poética, ya que es siempre un espacio de salvación, fundado sobre los destellos de una felicidad libre de coartadas emocionales y de obligaciones propias de la edad. No solo es un refugio de la alegría, es también el paraíso personal en el que imperaba un orden, muy distinto al que tenemos en la edad adulta, cuya lógica es tan fascinante como rica en su deslimitación racional: no hay cabeza más creativa que la del niño, entrenado en el noble arte de descubrir, cada día, un nuevo secreto de la realidad que le rodea. No ha tampoco una mirada tan potencialmente penetrante en la textura de los objetos que la del niño, que transforma las pinzas en pistolas inofensivas, las macetas en fortalezas, las hormigas en ciudadanos de la Tierra Media, etc. Eso siempre y cuando la televisión les deje un hueco libre para la imaginación. Pero el debate aquí es otro: ¿qué hacemos con nuestra vida cuando la ponemos en manos de un niño, es decir, cuando dejamos de ser adultos y nos evadimos a ese lugar del que fuimos pródigos huéspedes? ¿Cómo regresamos entonces? En efecto, los poetas siempre tienen este as guardado en la manga, porque no hay nada más propenso al poema que la añoranza, quizá también porque no hay mayor vacío que el que pretende llenar ese mismo poema. Sea por lo que sea, la poesía ha tendido siempre un largo puente dentro de nosotros mismos para poder llegar más rápido a ese edén que fue nuestra más elemental y pura sonrisa.

Un arqueado puente, por tanto, es lo que hace esta vez Antonio Gamoneda en su último libro, Niñez, publicado, con exquisita calidad (textura, color, tipo de papel, tipografía), por la editorial Calambur. No es un puente a la simple retrospección biográfica a pesar de que el bello prólogo de Amelia Gamoneda Lanza, nos invite a ello. Este camino va a otra orilla también: la modelación de la ternura y de la inocencia, su don y su pérdida progresiva. También la necesidad de sentirnos a salvo en alguna otra parte que no sea dentro de nosotros mismos. Y ahí entran las figuras paternales y las maternales, cuyo cobijo nunca forma parte de esa lista de méritos personales, pero que, sin embargo, han sido fundamentales para nuestra formación emocional. Pero para contarnos esto no creo que Gamoneda haya articulado un poemario, ya que se siente cómodo, como poeta, en el extremo más insospechado de la escritura: la infancia es también señuelo de nuestros temores actuales, de nuestra mirada descreída y desmitificada, porque es en esta etapa de nuestra vida cuando los traumas se forjan y las imágenes se graban a fuego en nuestra memoria.

Nada queda a salvo de la fuerza de la vida, de su pujanza, por eso el niño siempre juega a ser hombre o mujer, mientras que el ser humano, en su madurez, aspira a la niñez como un estado de bienestar emocional, de descanso. Y del mismo modo, el niño olvida pronto (nada recordamos de nuestros múltiples llantos diarios por cualquier memez) mientras que el adulto lucha contra tan terrible adversario de la memoria. Lo ve así Gamoneda, quien en este libro combina verso y prosa, emoción y reflexión, como si también fuera un juego de tiempos sobrepuestos uno sobre otro, para dar la mejor estampa del yo, su calco. La pregunta es, entonces, ¿a quién encuentra debajo? Un psicólogo bien podría decírnoslo, pero de esto no trata el libro: no son fantasmas lo que persiguen sus versos, ni temores absorbidos con el paso de los días. Son huellas que aún están vivas y palpitantes sobre el camino y de las que debe quedar una horma de su pies, de su paso, porque, como dijo Machado, se hace camino al andar, por eso el libro comienza en esa etapa de la niñez, cuando las dos piernas han de levantarse como bastiones para darnos su primer impulso y acaba con la inclinación del abuelo, que debe ayudar a las nietas a levantarse y a iniciar su propia andadura y desaparecer, teñirse de sombra, como ley de vida. En ese gesto radica la continuidad del yo en los demás, también los primeros pasos que nos llenarán la memoria de ligeras impresiones que luego puliremos con nuestra añoranza. El olvido, por desgracia, también comienza, en la infancia, sus pasos. Y en esto, Gamoneda, ha sabido dar un terrible y emocionante golpe de timón a tan utópica imagen de la niñez

Compartir el artículo

stats