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Números consonantes

Números consonantes

Hay un lazo íntimo, firme, fraternal y eterno entre la música y las matemáticas. Sir James Jeans, un físico, astrónomo y matemático británico, en su obra Science and Music señala que «toda la naturaleza consiste en armonía que brota de números». En esa idea ya estaban los pitagóricos de la Grecia antigua. Ellos fueron los primeros investigadores de la expresión de las escalas musicales en términos de proporcionalidad. Dos mil quinientos años después, a casi nadie le queda duda de que la matemática es una de las bases de la música, y que su relación es evidente en las afinaciones, escala de notas, ritmo y tiempo.

De otra parte, música y literatura conforman una de las más antiguas y provechosas colaboraciones. La relación entre ambas es simbiótica y tan evidente que no es preciso detenerse en ella lo más mínimo. Y, con esos parámetros, no era difícil concluir que si A es hermano de B, y B es hermano de C, A y C también son hermanos. Para comprobarlo, vayamos hasta uno de nuestros más altos poetas, el dulce Fray Luis de León: «Y, como está compuesta/ de número concordes, luego envía/consonante respuesta/ y entre ambos a porfía/ se mezcla una dulcísima armonía», dice en una de las diez bellísimas liras que componen la Oda a Francisco de Salinas, el catedrático de música de la Universidad de Salamanca.

De esa relación «de números concordes» entre matemática y poesía nace el último poemario de Francisco Javier Guerrero, un poeta cordobés (reciente ganador del Premio Ciudad de Badajoz de Poesía) que está construyendo, libro a libro, una sólida obra lírica. Guerrero compone un largo poema de lenguaje surrealista, un único poema fragmentado en tres partes (valle, vega y estuario, en evidente alusión al curso de un río), y dividido a su vez en quince secuencias que se corresponden con los primeros términos de la sucesión de Fibonacci, que comienza con los números 0 y 1 ? y, a partir de estos, cada término es la suma de los dos anteriores, (0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13€).

No es Guerrero un poeta complaciente con el lector. Ha decidido poner las cosas difíciles, que la lectura duela a veces, que no te dé tregua y te zarandee a veces: «si no tenemos casa cómo vamos a ser/ a sentir a vivir cómo si nos despojan/ de nuestra dignidad y nos atan a páginas/ de estiércol€».

El poema está escrito sin signos de puntuación, sin mayúsculas, sin concesiones. Tengo, además, la sensación de que es un poema inacabado por propia decisión del poeta, porque, como la sucesión de Fibonacci, la poesía es infinita y sucesiva, y en el caso de Las razones del agua se interrumpe, no termina, en el término 377, porque la razón final del poema, del libro, es la idea de infinito, la eternidad, simbolizadas en el agua y en la sucesión numérica. Y hasta llegar al final del término 377, el lector se encuentra con 986 versos de una profunda musicalidad en la que sumergirse, que leer como un ensalmo, siempre bajo la divina proporción, la razón áurea siempre oculta y repetida hasta el infinito en la naturaleza, y que también sirve de hilo conductor estético entre el arte y la ciencia, las dos caras del universo.

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