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Love Life

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«Tenemos dos vidas. La segunda comienza cuando nos damos cuenta de que sólo tenemos una». He pensado mucho en esta frase de Jean Frémon a propósito de David Hockney. ¿Encierra un pensamiento profundo, o es sólo una frase ingeniosa? Muchas veces no es fácil distinguirlo. En este caso concreto yo creo que son las dos cosas a la vez. Porque es evidente que sólo tenemos una vida, y que lo de vivir varias vidas es pura afectación, pura petulancia de aventureros de pacotilla. Pero dos vidas en cambio sí podría ser, si pensamos en la vida que vivimos y en la que dejamos de vivir; y no renunciar a ninguna de las dos es lo que hace en cierto modo el arte. ¿Es este el caso de David Hockney? Jean Frémon así lo cree. O al menos yo creo que así lo cree, y los textos que componen David Hockney «Love Life» insisten en ello. «Hockney está en su segunda vida. Quizá siempre ha estado en ella, y su vida se desarrolla en imágenes (€) Imágenes cuya potencia muda es capaz de obsesionarnos durante mucho tiempo.» ¿Una vida, por tanto, que cuentan las imágenes y otra las palabras? ¿Una que se desarrolla en el espacio y otra en el tiempo? ¿La misma vida que se mira en el espejo?

David Hockney «Love Life», reúne tres textos de Jean Frémon sobre el pintor y retratista inglés David Hockney. Escritos con ocasión de un catálogo de alguna exposición, o después de visitarle en su estudio de Los Ángeles a lo largo de los años, no es un libro menor, aunque no tenga más que 117 páginas. Frémon, reputado crítico de arte entre otras cosas, conoce bien la obra de Hockney y conoce bien a Hockney. Y ha conversado mucho con él sobre pintura. Pero no sólo sobre pintura. También sobre música, también sobre literatura, también sobre fotografía, también sobre el paso del tiempo. Conoce, por tanto, sus gustos: Rembrandt, Matisse, Degas, Monet, Manet, Van Gogh, Proust, Flaubert, Ravel€, son algunos de ellos, y su pasión por el dibujo, por la pintura, por los cuadros desmesurados, por los espacios abiertos. Hockney lo mismo dibuja con un lápiz que con un iPad. Las innovaciones tecnológicas le apasionan, pero nunca se deja dominar por ellas. Las ideas, la autenticidad de los sentimientos, de las emociones, es lo único que importa en un cuadro, en una novela. Y luego está la composición, la estructura, la fábrica, la forma. «Hockney tiene el sentido de la composición sencilla, estructurada, escultural.» Siempre sabe lo que va a pintar, y siempre pinta lo que quiere pintar. El resto es literatura.

«Esta es una historia de pasiones. La pasión de ver. La pasión de decir. La pasión de las imágenes (€) La pasión de comprender». La pasión es breve por naturaleza, por mucho que nos revele esta idea. Y la pasión se refleja siempre en el rostro, aunque se sienta en otras partes del cuerpo. La pasión no se puede disimular. Tampoco se puede fingir. La pasión es inconfundible. Hockney lo sabe. Hockney pinta retratos.

Hockney fotografía rostros. Y compara los resultados. Pero para hacer el retrato de alguien hay que conocerlo bien. No digamos ya un autoretrato. Por eso prefiere pintar a sus amigos que a desconocidos. Cuando quiere pintar a algún desconocido, entonces hace un autorretrato. Si el retrato no nos descubre nada más que la fisonomía del modelo, habrá fracasado. Si el retrato sólo sirve para reconocer y no para conocer, habrá fracasado. La fotografía nos descubre algo, es un documento, una prueba, una huella de algo que ha tenido lugar alguna vez. El retrato, en cambio, nos abre al conocimiento, a la verdad que hay detrás. Hay retratos que ocultan y retratos que desvelan. Hubo un tiempo en que se pensó que la fotografía arrinconaría al retrato (también se pensó, por cierto, que el cine arrinconaría a la novela), su fidelidad parecía insuperable. Y lo era. Y lo es. Pero, sin embargo, ha sucedido todo lo contrario. La fidelidad no lo es todo al parecer. Lo que vemos no es todo lo que hay. Está también lo que no vemos, está lo que imaginamos, está lo que soñamos, está lo que ha dejado de ser. La realidad está ahí, incluso cuando no le prestamos atención.» La realidad lo es todo. ¿Qué cámara conseguiría nunca lo que consiguen los retratos de Giacometti, de Bacon, de Freud? Sus fracasos tan rotundos, tan inapelables, tan inimitables, tan auténticos y cabales, no puede reproducirla ninguna cámara, porque la cámara es, a fin de cuentas, una máquina. Y las máquinas, digan lo que digan sus defensores, no piensan, nunca han pensado, se limitan a reproducir, a combinar, a calcular. Las máquinas no fracasan nunca. Funcionan o no funcionan.

Hay pintores que narran y pintores que se limitan a pintar. Y narran lo mismo cuando pintan un retrato (o un autorretrato), que cuando pintan una naturaleza muerta o un paisaje. Lo mismo podríamos decir de los escritores. La narración tiene poco que ver con la descripción. Se describe lo que se ve. Se narra lo que no se ve. Y lo que se narra, tanto en un cuadro como en una novela, es el paso del tiempo. Hockney representa el espacio pero pinta el tiempo. Sus cuadros, nos dice Frémon, son memorables en el sentido de que no se olvidan.

Si vamos al grano, siempre acabamos tropezando con el tiempo. Si vamos al grano escribimos y pintamos sobre nuestro entorno más inmediato, nuestra casa, un cenicero, un vaso de whisky, un plátano, nuestra ciudad, nuestros amigos, nuestros enemigos, nosotros mismos. Si vamos al grano: «Nacimiento, cópula y muerte, eso es todo si vamos al grano.» (T.S. Eliot).

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