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¡Tengo derecho!

Las costumbres sociales, eso que antes se llamaba la buena (o mala) educación, también son cultura. Al fin y al cabo, cultura viene de cultus, «cultivado», y la persona culta es la que ha sido cultivada cuidadosamente de pequeña. Por desgracia parece que a los niños de ahora los han descuidado un poco, son más o menos como el geranio que tengo en una maceta en mi balcón, una pobre planta que pasa sed y que lleva sin podar y sin escardar una porrada de tiempo. Tal vez por eso es frecuente oír en sus labios -en los del niño, no en los del geranio- una expresión que a los adultos nos pone de los nervios y tanto peor nos pone cuanto más adultos nos volvemos. El otro día me dejaron a los niños, un clásico si bajas la guardia y te empiezas a poner sentimental. Total, que llevas al crío (hijo, sobrino, nieto€) a la hamburguesería y cuando te pide una segunda cocacola y tú se la niegas, te espeta: ¡tengo derecho! Acompañas a la cría a comprarse un vestidito y a poco que tengáis prisa te reclama ir en taxi en vez de coger el autobús: ¡tengo derecho! -exclama la damisela tan ufana. ¿Derecho? Me imagino la cara que habrían puesto mis antepasados. ¡Estos críos son unos incultos! Porque derecho viene de directus, «lo correcto, lo legal», y evidentemente ni es correcto que un niño se destroce el estómago con un refresco de cola -algunos lo usan como desatascador-, ni existe ley alguna que te prohiba llevar andando a una cría que tiene buenas piernas y mejores pulmones.

Estaba yo preparando mentalmente este alegato educativo (o sea, cultural) cuando se me adelanta el críajo y con voz de falsete me explica, mirándome de hito en hito, que cultus también significa «adorado» (de ahí el culto de los santos, etc.) y que a él lo que le pasaba era que adoraba la cocacola y que por eso iba «recto» (otro sentido de la palabra derecho) a por la segunda lata. Les confieso que me puse nervioso: —¿y tú mocoso, ¿cómo sabes esas cosas?, le pregunté. —Porque están en Internet, me dijo, abismado en la pantalla del móvil. Me tragué mi orgullo y volviéndome ferozmente hacia la cría, le ladré: ¡doña marisabidilla, usted también tiene algo que objetar? Pues sí, -me dijo, toda modosita- porque cultura en francés antiguo se decía couture, o sea costura, y quiero tener un vestido que pueda llevarse lo mismo del derecho que del revés para que me dure más.

Se estaban quedando conmigo. Esta generación está mucho más preparada de lo que estábamos nosotros, no sé si por la tablet, por el danone o por las dos cosas. Y sin embargo, aunque saben latín -nunca mejor dicho-, en realidad no se han enterado de sus derechos, por mucho que conozcan todo lo que hay que conocer sobre la palabra derecho. Así, el título I de la Constitución les reconoce en el artículo 14 que «son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo»: parece una broma de mal gusto cuando sabemos que un valenciano recibe per cápita el 85% de la media nacional o que las mujeres siguen sometidas al implacable techo de cristal. Y en el artículo 35 se dice que «todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia», declaración irritante en un mercado laboral dominado por el paro, los bajos salarios y la volatilidad. Resumiendo: que tener, lo que se dice tener, estos chicos y chicas ya lo creo que tienen derechos. Pero deben reclamárselos «a quien corresponda», que, desde luego no somos ni sus parientes ni sus profesores. Si no lo hacen pronto y cambian la diana de sus exabruptos, me temo que pronto no tendrán derecho a nada.

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