Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Giordano Bruno: el fuego fatuo

Ajusticiado por la Inquisición, Giordano Bruno muere en la hoguera en 1600 sin exhalar un solo grito. En 1889, una suscripción internacional erige una estatua en el Campo de´ Fiori, exaltando su figura como mártir de la libertad, defensor de Copérnico y precursor de la ciencia moderna. Nada más alejado de la realidad.

Giordano Bruno: el fuego fatuo

Los diálogos italianos que Bruno publica en Inglaterra, donde vive protegido por el embajador de Francia, se consideran ejercicios de filosofía moral. Pero también pueden leerse a la luz de los textos herméticos. Todo el proyecto intelectual de Bruno va dirigido a la restauración de la religión mágica de los egipcios. Una «religión de la mente» que al mismo tiempo es una reforma interior y tendrá su reflejo en la bóveda celeste. Defiende su plan ante el vicecanciller de Oxford y sus ilustres doctores, se presenta ante ellos como un «desvelador de almas adormecidas». Pero no sabe callarse y disimula mal su desprecio por las cabezas mitradas o birreteadas, por las togas y los escudos de armas. Ni la testa ungida, ni la frente persignada, ni el pene circuncidado, le parecen dignos de respeto. Sólo la vida del alma lo merece, la religión de la mente. Y a ella se va a dedicar, combinando la magia y la cábala con el lulismo y el arte de la memoria. Los doctores de Oxford se quejan de su descortesía y escaso civismo. Alguno lo trata con dureza: «aquel pajarraco italiano desea llevar a cabo alguna empresa memorable que le proporcione fama». Lo acusan de plagio, de haber extraído sus conferencias, «casi palabra por palabra», de las obras de Marsilio Ficino.

Aunque es un ex dominico orgulloso de su antigua orden, Bruno, tiene poco aprecio por la religión organizada. Conoce bien la obra de Alberto Magno y guarda un gran respeto por Tomás de Aquino, pero su forma de trabajar es de un sincretismo extremo. Sus diálogos italianos están trufados de ideas excéntricas. Conoce a Platón y a los neoplatónicos a través de las traducciones de Ficino, conoce el averroísmo y la Fons vitae de Avicebrón, a Paracelso y por supuesto la obra magna de Cornelio Agrippa. Es un antiaristotélico radical. Aristóteles encarna la figura del pedante, del erudito banal y afectado, incapaz de comprender la magia profunda que anima el universo. El pedante tiene en el fondo una mentalidad infantil y dócil, que le impide elevarse sobre los conceptos en los que ha sido educado. Ofuscado, en cuanto se encuentra al aire libre en seguida quiere regresar a su madriguera. Tiene la ceguera de los matemáticos, cuya ciencia también constituye otro tipo de pedantería y un obstáculo para alcanza verdades más profundas. Las matemáticas de Copérnico pueden superarse con las intuiciones de Nicolás de Cusa.

La Expulsión de la bestia triunfante (1584) vuelve a reivindicar la religión de los egipcios. Rinde culto a la divinidad presente en todas las cosas: «aunque los vestigios naturales nos anuncien la presencia de Marte con mayor intensidad en la víbora o el escorpión, no dejan de existir en la cebolla o el ajo, o en cualquier imagen o estatua inanimada». Las ceremonias de los egipcios no eran vanas fantasías, «sino vivas voces que llegaban a oídos de los dioses». Los cocodrilos, gallos y cebollas nunca fueron adorados por sí mismos, sino por los dioses que había en ellos. Se trata de contemplar la divinidad que mora en todas las cosas, «una fecunda naturaleza, madre y conservadora del universo, que resplandece en los diferentes individuos y toma diversos nombres según sea el grado de comunicación con ellos.» El hombre, por su particular puesto en el cosmos, debe ascender hacia ella mediante la participación en sus diversos dones. Cualquier otro camino que no vaya en esta dirección es vano. El fundamento de la posibilidad misma de la ascensión es que el principio vivificador de las cosas emana del sol y la luna, y de los siete astros que se encuentran más allá de ellos. «Algunas plantas, animales o piedras, pertenecen a este o aquel planeta, a Saturno, o bien a Júpiter o Marte». «La divinidad se encuentra en todas las cosas, es Una y se difunde y comunica de innumerables modos». Y el hombre puede intervenir en ella, pues «la misma Naturaleza que da peces a los mares y los ríos, animales salvajes a los desiertos, metales a las minas y frutos a los árboles, también da suerte, virtudes, fortuna e impresiones a ciertas partes de ciertos animales, bestias y plantas».

Ante los doctores de Oxford, Bruno reivindica a Zoroastro y los oráculos caldeos, a los gimnosofistas indios, a egipcios, órficos y pitagóricos. Todos ellos, en su contemplación del universo, «alcanzaron a una comprensión mucho más profunda que Aristóteles y todos los peripatéticos». Una compresión más honda incluso que la de matemáticos como Copérnico (en cuyo diagrama de su nuevo sistema aparecen las palabras de Hermes Trismegisto que se refieren al Sol como dios visible). Un Sol que no cesa de difundir su luz, aunque no le prestemos atención. En la Cena de le ceneri, Bruno se presenta a sí mismo como portavoz de «aquellos hombres de vida moderada, expertos en medicina, juiciosos en la contemplación, milagrosos en la magia, cautos en la superstición», que han sabido ascender a través de las esferas. No se ciñe a la ortodoxia católica ni a la protestante, la suya es una verdad oriental, mágica. El mago, como afirma el Pimander, «penetra a través de la armadura de las estrellas, traspasando los márgenes del mundo». Su estilo mezcla la mitología, la filosofía y la poesía. Recibe con entusiasmo el descubrimiento del movimiento de la Tierra, símbolo de la renovación y renacimiento de todas las cosas. «Nada hay en el mundo natural que sea eterno». Cornelio Agrippa ya había advertido que resultaba irracional considerar que las estrellas, que dan vida y animación a todas las cosas, se encontraban ellas mismas desprovistas de vida y movimiento. Todo ello sirve para confirmar la animación universal, la idea de que todo está lleno de vida.

Una causa infinita tendrá un efecto infinito. La fe de Bruno en el infinito y en los innumerables mundos, con sus antecedentes en Nicolás de Cusa, que recogerán Alexandre Pope, Kant y Leibniz, se basa en el antiguo principio de plenitud. Se trata de una concepción vitalista y mágica. Los planetas están animados, son seres vivos que se mueven por el espacio gracias a su recíproco entendimiento. El espacio exterior, como dice el Asclepio, se encuentra lleno de seres inteligibles. Bruno interpreta el copernicanismo como un anuncio del retorno a la Prisca theologia. Admira a Nicolás de Cusa y ve en Alberto Magno al auténtico mago. Todos ellos pertenecen a una misma tradición, que ha llegado hasta nosotros a través de Orfeo de Tracia, Tales de Mileto, Zoroastro, los gimnosofistas indios, los egipcios y los caldeos.

En De la causa, principio e uno, Bruno insistirá en que Todo es Uno y ello permite al mago moverse con seguridad, pues «sólo hay una y la misma escalera por la que desciende la naturaleza para llevar a cabo la producción de las cosas y por la que asciende el intelecto para el conocimiento de éstas». El mago está destinado a llevar a cabo una labor de reconciliación, en un universo poblado de innumerables mundos, todos ellos animados gracias a la maravillosa potencia de la imaginación divina.

Regreso a Italia

Giovanni Mocenigo, noble veneciano, contacta con Bruno a través de su librero. Quiere aprender los secretos del arte de la memoria y lo invita a que se traslade a Venecia. El nolano no ha hecho otra cosa durante años que cruzar fronteras y la idea de regresar a su tierra lo seduce. Su principal actividad ahora es «escribir, soñar y astrologizar». A veces se va de la lengua y dice saber más que los apóstoles. Considera que el mundo ha llegado a su máximo nivel de corrupción y que ha llegado el momento de una profunda regeneración. En 1591 pasa tres meses en Padua y posteriormente vive por su cuenta en Venecia. Sigue en su esfuerzo por adquirir una personalidad mágica, una mente en la que se hagan efectivos los «vínculos» derivados del amor. Pero su carácter, irritable y pendenciero, carece de la astucia o el savoir faire de un Campanella y empieza a resultar evidente que carece de la fascinante personalidad a la que aspira. Sufre accesos de rabia en los que pronuncia terribles afirmaciones que atemorizan a sus oyentes, lo que acaba convirtiendo en vana la transmisión de su mensaje. Poco después se traslada a vivir a la mansión de Mocenigo y comienza a instruirle. Se ha dicho que esa invitación era una trampa, también se ha dicho que el anfitrión, defraudado con sus enseñanzas, se venga denunciándolo ante la Inquisición. Bruno empezó a sentirse incómodo e hizo gestiones para marcharse, pero el veneciano lo retuvo en su palacio y acabó entregándolo al Santo Oficio.

En los primeros interrogatorios expone su doctrina como si estuviera ante los doctores de Oxford o París. El universo es infinito, pues infinita es la potencia divina. La Tierra es un astro similar a la Luna y a los otros planetas, que existen en número infinito. Las estrellas tienen una naturaleza angélica. La providencia hace que cada cosa de este mundo esté viva y dotada de movimiento, y esa condición de la naturaleza es sombra o vestigio del Supremo. Aunque la divinidad es inefable e inexplicable, sus tres atributos: Potencia, Sabiduría y Bondad, equivalen a mens, intellectus y amor. Tras concluir el proceso de Venecia, se retracta de todas las herejías que le imputan y se somete a la benevolencia de los jueces. Pero según la ley, las actas debían pasar a Roma. El jesuita Bellarmino extrae de sus obras ocho proposiciones heréticas y le conmina a abjurar de ellas. Bruno consiente, pero poco después retira sus retractaciones y se obstina en declarar que no ha caído en herejía y que el Santo Oficio ha malinterpretado sus afirmaciones. Insiste en que su doctrina es ortodoxa en lo que se refiere al Padre o mens, pero admite que no lo es respecto al Hijo, mientras que su concepción de la tercera persona, el Anima mundi, era admitida por todos los neoplatónicos cristianos.

La cruz es un símbolo estrictamente egipcio, cargado de poderes mágicos, pero el Filius Dei hermético no se identifica con la segunda persona de la Trinidad. La Prisca theologia egipcia ya no es la filosofía original que anuncia el cristianismo, sino la única religión verdadera. Estas afirmaciones terminan por condenarlo y es declarado hereje e impenitente. Un testigo refiere que le oyó decir que existen innumerables mundos, que la magia es algo lícito y bueno, que Moisés la había aprendido de los egipcios, y que de ella se sirvió el propio Cristo.

Entregado al brazo secular, es quemado vivo en el Campo de´ Fiore el 17 de febrero de 1600. A partir de ese trágico acontecimiento, se inicia la leyenda del librepensador que pereció en la hoguera por afirmar la existencia de innumerables planetas como el nuestro y el movimiento terrestre. Una leyenda que empezará a tambalearse tras la publicación del Sommario, en el que se advierte la escasa referencia a cuestiones de carácter científico. Inmerso en el hermetismo, incapaz de concebir la filosofía de la naturaleza mediante el número o la geometría, no concibe otra doctrina que el arte de la imaginación, que ha heredado de los magos del Renacimiento.

Compartir el artículo

stats