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Le Carré se despide de Smiley

Peter Guillam, leal colega y discípulo de George Smiley en los servicios secretos británicos -conocidos como El Circo-, disfruta de su jubilación en la costa meridional de Bretaña, cuando una carta de su antigua organización lo insta a regresar a Londres. ¿El motivo? Su pasado en la Guerra Fría, con la Europa libre en juego, le reclama.

Le Carré se despide de Smiley

«Entonces, ¿fue todo por Inglaterra? -dice a continuación-. En su momento, sí, por supuesto. Pero ¿la Inglaterra de quién? ¿Qué Inglaterra? ¿Inglaterra sola, perdida en alguna parte? Yo soy europeo, Peter. Si alguna vez he tenido una misión, si he sido consciente de alguna responsabilidad más allá de nuestros contenciosos con el enemigo, ha sido con Europa...»

La publicación de unas memorias entretenidas pero indudablemente volátiles, Volar en círculos (2016), dejó al seguidor de John le Carré con la miel en los labios. Se esperaba más de lo que el autor quizá podía dar. A modo de cortés desagravio y consciente de que su avanzada edad le obliga a afrontar proyectos con sombrío carácter testamentario, el escritor convierte El legado de los espías en una despedida literaria en toda regla, exhibiendo todo el vigor narrativo y la rotundidad psicológica de los personajes que caracteriza sus grandes obras al servicio de un ajuste de cuentas más sentimental que fiero. De ahí que este fin de carrera devuelva al escenario nombres ya míticos, con George Smiley a la cabeza. El resultado es una delicia agridulce que los lecarrenianos paladean palabra a palabra en el umbral de un largo adiós.

Recordemos: arrancaba la década de los 60 y el mercado editorial recibía la visita de un nuevo autor llamado al nacer David Cornwell (Dorset, Inglaterra, 1931), que, cobijado bajo el muy sonoro seudónimo de John le Carré, mostraba sus credenciales con Llamada para el muerto. Así hacía su aparición en escena nuestro amigo Smiley, director de las endiabladas pistas del Circus, servicio de inteligencia británico en el exterior, y que nada tenía en común con las barrabasadas de los Bond & Cia. Smiley no era un tipo de acción física, aunque su inteligencia, erudición -lo sabe todo de literatura romántica alemana- y profesionalidad a rajatabla, lo convertían en el mejor aliado posible, y el peor enemigo a tener enfrente. Una anguila en la sombra que, además, ofrecía huellas bien visibles en su comportamiento: alguien de conciencia limpia, austero, sosegado, europeísta y de creencias sinceras, sin dobleces€ aunque también capaz de tomar medidas muy duras en casos extremos. Le perdimos de vista hace 25 años en El peregrino secreto, cuando su creador ya había dejado de ser un escritor de novelas de espionaje (cejijuntos abstenerse) para convertirse en un gran escritor.

Le Carré logró fama mundial gracias a su tercera novela, El espía que surgió del frío, título de intenso amargor que inspiró una memorable película con Richard Burton, y cuya relectura, sino imprescindible, sí ayuda a transitar con más conocimiento de causas y efectos por El legado de los espías. Añadiendo, de paso, El Topo. Tampoco nos llamemos a engaño: Smiley no es el protagonista y se hace de rogar para asomarse, pero su presencia (o su ausencia) adquieren la importancia dramática de un coronel Willard en El corazón de las tinieblas o un Orson Welles en El tercer hombre. El que apaga la luz, por así decir. A quien sí veremos con frecuencia es a Peter Guillam. Quien fuera discípulo y ayudante de Smiley es ahora un hombre de edad avanzada que se niega a retroceder en asuntos tales como la destreza física y la claridad de ideas. Su plácida jubilación se ve interrumpida por una convocatoria inesperada del MI6 que le arroja de cabeza a las cloacas del pasado con un interrogatorio a cara de perro. En concreto, a la infiltración de su buen amigo Alec Leamas, un doble agente británico, en las entrañas del servicio de espionaje de Alemania Oriental. Aquello terminó fatal: Leamas y Liz Gold, su novia comunista, ametrallados a orillas del Muro de Berlín cuanto intentaban volver a la zona occidental. El episodio dejó muy tocado a Guillam, no solo por lo trágico del desenlace sino porque Leamas había sido una marioneta en manos de Smiley a la que se cortaron los hilos para salvaguardar la identidad de un tipo. Por algo la operación se llamaba Carambola. Vale, Smiley era un tipo recto pero su trabajo a veces le hacía escribir renglones muy retorcidos. En cualquier caso, la historia se había quedado recluida en el pozo negro de recuerdos de Guillam hasta que la vida, traidora como ella sola, pone en su camino final a los hijos de Alec y Liz, que reclaman al Gobierno justicia y pasta. Puestos a aclarar los hechos, los investigadores descubren que hay documentos clave que faltan. Y Guillam emprende la que será su última misión con un doble frente abierto: hurgar en las heridas de su memoria, no cicatrizadas del todo, y evitar que su papel en el tinglado le arroje al abismo en la última etapa de su vida.

Los tiempos han cambiado, y los edificios también: «Solamente alguien que se hubiera formado como espía en el antiguo Circus podría haber entendido la aversión que se apoderó de mí cuando, a las cuatro de la tarde del día siguiente, pagué el taxi y empecé a subir por la pasarela de hormigón hasta la nueva sede del Servicio, escandalosamente ostentosa». «Cuando la verdad te alcance, no te hagas el héroe. Corre». Pero la vida a veces no te permite ese lujo y. como mucho, permite un último encuentro: «Me desplacé hasta que los dos pudimos vernos mutuamente. Y como George siempre había aparentado más edad de la que tenía, comprobé con alivio que no me esperaba ninguna sorpresa desagradable. Era el mismo George, cargado finalmente con los años que siempre había aparentado». Le Carré encara la que seguramente es su última aventura literaria con tintes de precuela y tintas de secuela. El resultado es, para qué ser tibios a estas alturas de la trama, fascinante, absorbente, de pudorosa emotividad y del todo punto encantador. De serpientes. Hay tanto veneno en las páginas como elegancia literaria a la hora de inocularlo. No es que Le Carré tenga prisa en cerrar su legado, pero, desde luego, no pierde el tiempo yéndose por las ramas, y eso incluye su briosa renovación de los votos europeístas frente al cartilaginoso y torpe amurallamiento del Brexit. En cualquier caso, la sangría ética, los planteamientos cínicos, el engaño y la doble moral que anidan en las novelas iniciales de Le Carré gozan de buena salud décadas después, y no solo en las salas de máquinas de los servicios de inteligencia. La Guerra Fría terminó€ o cambió de escenarios, pero los grandes dilemas de quienes luchan en las sombras en el nombre del Poder siguen intactos: ¿los intereses comunes son más importantes que los individuales? ¿Vale todo para conseguir objetivos aparentemente positivos para la sociedad? ¿El sentido del deber manda sobre la conciencia? ¿Dónde termina el derecho de los estados a vigilarnos apelando a la seguridad nacional o internacional? Al grano: ¿la muerte de Leamas para proteger a un Topo estaba justificada? Smiley, di algo. O calla para siempre.

El legado de los espías es una obra descreída, pero no desesperanzada. Escéptica, que no cínica. Desencantada, sí, pero combativa. Más triste que amarga, más comprensiva que despiadada porque, se puede leer en sus últimas páginas, a veces la piedad puede estar mal dirigida y eso no impide la devastación. Es el cierre perfecto a la carrera de un autor mayor que incluso en sus obras menores ha demostrado siempre una profesionalidad impecable, como le gusta a Smiley que se hagan las cosas aunque no estén a la altura de tu prestigio. ¿Para qué sirvió la Guerra Fría? ¿Los supuestos enemigos no eran, en definitiva, la otra cara de una moneda falsa en un mundo de mentiras colectivas? ¿Se puede trabajar en las cloacas, aunque sean las del lado «bueno», sin salir manchado y apestando a ruindad moral? Después de vivir en ocho novelas de Le Carré, Smiley tiene una última aparición que cabe calificar sin excesos como memorable. Le echaremos de menos, pero, sobre todo, echaremos de menos a quien lo creó.

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