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València pintada y pensada

València pintada y pensada

El gran pintor Antonio López empleó un día su pincel minucioso en una de sus obras más representativas para reflejar una esquina célebre de la Gran Vía de Madrid en su confluencia con la calle de Alcalá. Pero López no quiso pintar Madrid, sino su Madrid. Y, sin embargo, en aquella ciudad que la pericia minuciosamente realista del maestro nos ofrece en un cuadro antológico, y que es a la vez la ciudad que él veía y la que soñaba, afanándose durante tanto tiempo bajo la misma luz, se ve más Madrid que en cualquier postal de souvenir con la Cibeles o la imagen tópica de la bulliciosa Puerta del Sol.

Pues bien, cuando Ignacio Pinazo pintó València, consiguió reinventarla, y mirándola no la copió sino que la recordó: la reconoció en la memoria, en el sueño. Ahora bien: ¿se podría decir que es una traición a las referencias lo que pretende Pinazo? En absoluto. La patria íntima de alguien puede ser simplemente una luz, o una música, nada más y nada menos que una luz y un sonido. Lo era para Neruda la lengua y para Rilke la infancia. Pero no sé si le pasó a Pinazo con València lo que no le ocurrió a Sorolla o le ocurrió a Sorolla lo mismo de otra manera: que crearon la ciudad soñada, la que resulta de la pincelada de buen oficio que la dibuja y del arrebato de la mancha que la desdibuja, una concreta ciudad y un modelo universal de urbe. Pero todo sueño necesita de unas referencias iconográficas al objeto de construir su caos o sus expresivas incoherencias. Y ahí es donde la València recordada de Pinazo ofrecía, a mi entender, más dificultad, pero él recuperó las referencias en sus paseos entre estatuas y fachadas. Y no porque hiciera falta a la descripción del sueño la referencia de la realidad, sino porque a la explicación de la realidad convenía la ventolera del sueño, esa agitación que se hace nube negra sobre tantas estampas, y que se escapa o agita palmeras, y en un parque aproxima las torres o las fachadas, tan significativas como emblemas de la ciudad, inclinándolas en su encuentro. Cuando uno recuerda los espacios y los objetos revive con ellos momentos distintos que los maquilla y los compone y los descompone con los efectos del tiempo, que es donde la pintura impone los matices de la niebla, o sea, de lo no esencialmente figurativo.

Todo pintor verdadero que se enfrenta a la iconografía de una ciudad se somete a un gran reto, porque en definitiva ha de romper la tarjeta postal para ofrecernos la ciudad en su sustancia. Y eso es lo que ya hicieron Pinazo, Sorolla y hasta Benlliure, navegando siempre entre la tradición y la vanguardia, para pintar la ciudad o esculpirla. Y al ver ahora cuadros suyos o estatuas en los que València se plasma desde la memoria o desde un sueño, también apocalíptico, en el que los colores de nuestra tradición pictórica vapulean la ciudad, celebra uno que Pinazo se atreva con el reto de plasmar con su paleta una sensación de València, que es tan ciudad, precisamente porque es lo que Oriol Bohigas entiende por ciudad: el lugar donde se da el conflicto. Ha ocurrido con la ciudad simbólica de nuestro tiempo, Nueva York, a la que no sólo los creadores plásticos, sino también el cine y la televisión, han sabido ver, incluso premonitoriamente, no sólo en su espectacularidad sino en su caos, o en una cosa por la otra. Y no sé si hay ciudades, como París, que requieren la figuración para ser pintadas, o si a una ciudad como Nueva York la retrata mejor el arte pop que el realismo, o todo eso es una tontería, pero la València de hoy no puede sentirse -hablo de la emoción pictórica- en una estampita. Sin renunciar a referencias y sombras figurativas o simbólicas, València reclamaba la osadía de la pincelada libre con que Pinazo o Sorolla le sacaron antes las entrañas. Porque cuando la buena pintura aplica al paisaje el bisturí de la mirada, que es entre otras cosas el de la memoria o el de la atrevida premonición del arte, no es para complacerse en lo obvio sino para inquietarse con su misterio.

También dijo Bohigas que la ciudad es «un lugar donde puedes buscar y encontrar sin buscar» y en ese sentido València es un paradigma. Además, si toda recreación pictórica de nuestros paisajes es por necesidad fragmentaria, Pinazo lo mismo que Sorolla se trabajó en colores el misterio de un mapa que parece tocado por el tiempo en esos afortunados viajes a la historia que consigue el artista con su paleta moderna. Y esto es lo que ofrecieron de herencia el uno y el otro y algunos compañeros más a los que pasaron de la tradición a la vanguardia. Lo hicieron así porque, como dijo el pintor Pedro González, la pintura es un proceso para llegar a plasmar aquello que no se puede pintar. Pero la ciudad se explica también en sus contrastes, no en la postal. Las postales de València, aunque sí tienen estos cuadros el poder de unos enormes carteles por lo que enseñan, por lo que sugieren, revelan una València dentro de otra. El cartel de hoy, como la publicidad, buscan la emoción del espectador cómplice. Pero sólo la consigue el arte; lo otro son reclamos. Y el arte de Pinazo, la magia de su mancha, el gozo de sus texturas, no se ha enfrentado a esta ciudad, la ha rescatado del íntimo rincón de su estrecha relación con ella. La ha buscado también entre sus propios derribos, donde se muestra como una superviviente, como la hija de un azar histórico. Nunca ha sido un solo proyecto en el pasado, sino la suma de propuestas aisladas o arbitrarias, sucediéndose, que han acabado por darle el sentido de una casualidad. Una suma de errores y aciertos la configuran hoy como una ciudad cosmopolita con la que no es imposible soñar para pintarla. Pero cuando las manos de unos artistas como Sorolla o Pinazo, y como tantos otros maestros valencianos, acarician la naturaleza para hacerla realidad no son las manos que acarician porque aman, sino las que se pelean con la realidad para obtener otra realidad. Y todo el mundo sabe, y bien lo supieron los que se decidieron a seguir a Pinazo, por ejemplo, que en su manejo de la reconocible luz valenciana nos da otra luz esencial, nacida de la propia luz vivida, esa otra luz que ilumina la oculta austeridad, el paisaje sobrio del que nos han privado los deslumbrantes brillos. El arte no se queda en la mera apariencia de las cosas, de modo que copiar el mundo empieza a ser interesante cuando el artista descubre que el cielo no es necesariamente azul. Pinazo, y Sorolla por supuesto, fueron acaso muy conscientes de los secretos de sus miradas. Pero nuestra mirada es la dueña de una obra pictórica cuando se pone ante ella. La desnudez del paisaje de Pinazo nos invita a ver de otra manera un paisaje reconocible. Sorolla también rescata el suyo. Los dos lo visten.

Y todas estas reflexiones han venido a cuento por la lectura de un extenso libro -Del ocaso de los grandes maestros a la juventud artística valenciana (1912-1927)- que con motivo del Año Pinazo ha dirigido con enorme sensibilidad e inteligencia el catedrático Javier Pérez Rojas. El libro es extenso, y tan rico, que será de enorme complacencia tanto para quienes trabajan el gozo de la mirada como para quienes gustan de cultivar la memoria y sus placeres.

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