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Hímnica patria

Hace unos cuantos años, el por entonces presidente del Gobierno, José María Alfredo Aznar López, en mitad de uno de aquellos raptos contemplativos que le afectaban cada cierto tiempo -cuando sobre su cabeza descendía una mística lengua ardiente que lo empujaba a hablar catalán en la intimidad, o inglés con acento de Wisconsin-, se despertó una madrugada en el Palacio de la Moncloa junto a su esposa, Ana María Botella Serrano de Aznar López. Con un brillo apostólico en los ojos, que deslumbraba a su mujer somnolienta, el por entonces presidente gritó en su alcoba, preso de una súbita iluminación:

—Anitina, España no puede seguir ni un minuto más de su General e Grande Estoria sin tener un himno como Dios manda, con todas y cada una de sus letras. Si no hemos ganado más mundiales, es justamente por eso, por no poder enardecernos cantando el himno antes de jugar contra nuestros contrarios. El país que no recuerde la letra de su himno está condenado a repetir su historia, lo dijo George Harrison.

—¡Chemita mío, qué cosas tienes! ¡Sobre todo a las cinco de la mañana! ¿Tus revelaciones no podrían esperar hasta el Consejo de Ministros?

—Ni España ni la inspiración esperan, Anitina. Me levanto a cambiar el curso de la patria.

Y el por entonces presidente Aznar se levantó en calzoncillos de la cama, descolgó el teléfono lírico que lo ponía en contacto con el Ministro de Cultura, con el Secretario de lo mismo, con los Subsecretarios de lo idéntico y programó una reunión de escritores, en Palacio, para el día siguiente.

—En España nos sobran los buenos poetas, joder. Vamos a hacer una letra que será la envidia de las naciones.

Llamaron a capítulo a bastantes amigos míos. Si no recuerdo mal, formaron parte de la fuerza literaria de choque Joan Margarit, Ramiro Fonte, Luis Alberto de Cuenca, Julio Martínez Mesanza. Se quiso contar con Luis García Montero. A mí no me convocaron, para mi desgracia y envidia, porque hubiese acudido sin vacilar a la llamada apremiante de mi país: siempre he soñado con que me reclutasen los servicios de inteligencia, o algo parecido, para poner al servicio de España mis armas de versificación masiva.

Aquel cónclave secreto no terminó bien. El bienintencionado presidente por entonces nunca había trabajado con poetas en grupo. Después de la tercera botella de Macallan Fine Oak, un miembro del comando propuso que el himno empezara en catalán. A todos les pareció una gran sugerencia. Alguien afirmó que, si empezaba en catalán, debía seguir en euskera. A todos les resultó admirable. Una tercera voz autorizada apuntó que había que intercalar sonoros versos en gallego. Según parece, llegados a aquel instante de la reunión de trabajo, los asistentes estaban eufóricos. Y algo de latín, para que se sepa de dónde venimos. Y un poco de árabe, habibis. Y una pizca de fenicio. Y variantes integradoras de la emigración: mexicanismos, y bolivianismos y todos los ismos multiculturales de la Nación de Naciones.

Doce horas después de arrancar la tormenta de ideas poéticas, el por entonces se levantó de la mesa de reuniones y le dijo al Secretario de Cultura:

—No vuelvas a traerme inútiles a Moncloa, Rafaelín. Ahora probaremos con listas paritarias de cantantes. España urge.

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