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Elogios y elogios

Hay elogios y elogios, porque todo tiene su jerarquía en este valle de lágrimas: de lágrimas de dolor y de lágrimas de risa, porque las lágrimas son difíciles de distinguir fuera de su contexto lacrimógeno, dicho sea de paso.

Existen muchas clases de elogios, como demostraremos a continuación, pero todos pertenecen a una misma familia sentimental: la del gusto que proporcionan al que los recibe. Desde un punto de vista bioquímico, los elogios son grasas, lípidos presentes en el organismo de todos y cada uno de los animalitos humanos. Son, ya lo saben de sobra ustedes, acilglicéridos en los que uno, dos o tres ácidos grasos se unen a una molécula de glicerina y dan lugar a los monoglicéridos, los diglicéridos o los triglicéridos. Cuando aparecen en estado sólido, los llamamos grasas; cuando se presentan en estado líquido, aceites; pero para abreviar, en el universo literario nos solemos referir a este conjunto como elogios.

A todo el mundo le encanta consumir manteca, o margarina, o tocino, sobre todo si es de cielo, del cielo de los elogios. Su efecto sobre el organismo, por lo común, es de derretimiento, de licuefacción. Se nos funde la capacidad crítica, o, mejor dicho, se confunde, se funde con el apetito que tenemos de recibirlos, hasta formar una masa suculenta indisoluble que da sabor a las cosas. Es cierto que se puede y se debe vivir sin elogios, como se debe y se puede vivir sin azúcar, sin sal, sin alcohol, y todo lo demás, pero no es menos cierto que, entonces, la vida no tiene la misma gracia. Puede que sea beneficioso para la salud abstenerse de consumir elogios; pero la salud, además de ser un concepto escurridizo que necesita grados y mediciones, nunca ha sido un ingrediente obligatorio de la literatura, tan llena de tuberculosos, sifilíticos, jorobados, dipsómanos y gente de los nervios.

A pesar de que encontramos muchos tipos diferentes de elogios, todos poseen una misma estructura anatómica: son relativos -e incluso infundados- cuando se refieren a los demás, y merecidos por completo cuando se refieren a nosotros mismos.

Nos gustan más los elogios con pedigrí antes que los anónimos, aunque acabamos por convertirnos en omnívoros, por dar asilo ecuménico a todos en nuestra casa de acogida afectiva. Somos buena gente: no discriminamos por el origen de las aclamaciones. Preferimos los elogios de marca, los que vienen con su megáfono a cuestas, los del crítico insobornable, los del poeta nacional, los del novelista huraño que sólo aparece de vez en cuando en la puerta de su cueva para gruñir exabruptos contra el modo de ser español. Todos soñamos con esa alineación planetaria que sólo ocurre en la historia cada tres mil o cuatro mil años, y que consiste en que alaben tu último libro, a la vez, Kiko Matamoros en Sálvame de Luxe, y Vargas Llosa en su columna de El País.

He observado que, con el paso del tiempo, casi todos los artistas encuentran que los elogios desmesurados nunca lo son tanto. Tal vez exageran -no solemos decir-, pero sólo hay que esperar un par de siglos para que se ajusten a la realidad. Todo es bueno para el convento.

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