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El Libro del esplendor

El Libro del esplendor

A finales del siglo xiii se redacta en el Reino de Castilla la gran obra del misticismo judío, el Zohar (esplendor en hebreo). Un libro que eclipsará a sus contemporáneos y que se convertirá en la única obra de la literatura rabínica postalmúdica considerada al mismo nivel que la Torah o el Talmud. Sus cinco volúmenes están escritos en arameo (lengua semítica de la tierra de Siria: Aram), la misma lengua en la que se redactaron algunos libros de la Biblia ( Libro de Daniel y Libro de Esdrás), y el idioma que se hablaba en Galilea en el siglo primero. En la Castilla medieval, sólo los rabinos conocían dicha lengua, en ella estaba escrito el Talmud de Babilonia, texto fundamental en la educación hebrea. Uno de esos rabinos fue Moisés de León. Nace en el Reino de León, donde el provechoso comercio de la ruta de los peregrinos hacia Santiago de Compostela y el carácter «ahorrador y prudente de sus habitantes» (como reseña un geógrafo árabe) ha enriquecido la región. Sede regia desde la fundación del Reino, que incluía a Galicia, la ciudad veía crecer los barrios extramuros, pero su influencia empezará a declinar poco antes del nacimiento de nuestro autor, cuando se consolide la unión definitiva con el Reino de Castilla en 1230. Sabemos muy poco de su vida, pero hay pruebas que de joven se interesó por la filosofía. Se conserva un recibo: con 24 años encargó y pagó una copia de la Guía de los perplejos de Maimónides. Se estableció en Guadalajara para posteriormente llevar una vida errante en busca de los maestros de la cábala de su tiempo (llegó a entablar relación con Nahmánides, ya anciano, líder de la Escuela de Girona). Pasó sus últimos años en Ávila y murió en Arévalo, cuando regresaba de la Corte de Valladolid.

A primera vista puede sorprender la elección de Moisés de León de utilizar el arameo, una lengua que ya nadie hablaba. Como en la India, la pseudoepigrafía no era una novedad entre los escritores judíos. Ya habían recurrido a ella los autores del provenzal Libro de la claridad ( Bahir). Consistía en atribuir escritos originales a autores clásicos, de modo que quedaran investidos del prestigio de lo antiguo. En el caso del Libro del esplendor ( Séfer ha Zohar), Moisés de León afirma basarse en antiguos manuscritos de Simeón Ben Yojai, que se remontan al siglo ii.

Se han dicho muchas cosas del Zohar, que tiene un origen oriental y que, dada su extensión, fue escrito en diversas épocas. Pero Gershom Scholem ha demostrado convincentemente que el grueso de la obra se redactó en Castilla (entre 1280 y 1286). No faltan quienes lo consideran obra de un farsante (Graetz), un estafador que utilizó la cábala, entonces en auge, para contar con una jugosa fuente de ingresos. Sea como fuere, lo cierto es que el éxito de la obra acabó por canonizarla, a pesar de que al principio algunos cabalistas no la tomaron demasiado en serio (un destino similar al del Quijote). La narración se sitúa en la Palestina del siglo segundo, pero presenta los sentimientos de sus protagonistas de un modo demasiado romántico y novelesco: Ben Yojai recorre junto a su hijo y sus discípulos una Palestina imaginaria, discurriendo sobre todo lo divino y lo humano, pero el tono general no es ni teórico ni sistemático.

Como en los sutras budistas, hay diálogos y «homilías», generalmente a partir de algún pasaje de las Escrituras. La exposición es artificiosa y solemne, en gran medida debido a lo arcaico del arameo, que el autor al parecer no domina, y el estilo es recargado y prolífico en los detalles. Gran parte del conjunto lo componen narraciones, leyendas, discursos y soliloquios, a propósito de algún episodio de la Torah. No hay orden en los comentarios y los pasajes parecen elegidos al azar. Se advierte además la penetración gradual del neoplatonismo en la cábala, una terminología que no existía en los tiempos de Ben Yojai.

El Zohar logró una popularidad que no alcanzaron otras obras de la cábala peninsular. El tono arcaico del arameo, extraño y solemne, fue seguramente una de las claves de ese éxito. A diferencia de la cábala de Abulafia, no se pone el acento en la meditación como medio de conocer lo divino. Se mantiene fiel a la tradición devocional y escoge la ficción educativa, el diálogo entre maestro y discípulos, como forma de presentar el comentario bíblico. El Dios de la cábala se aleja del aristotelismo y se reivindica como Dios de la Creación y la Revelación. Pero el planteamiento es contemplativo y al mismo tiempo «teosófico».

Como apunta Scholem, en la mística del Zohar «Dios abandona su reposo autosuficiente y despierta a una vida misteriosa, siendo los misterios de la creación los reflejos de esa vida divina. Puede decirse que el Zohar es teosófico en el sentido en que lo fueron dos místicos cristianos como Jacob Boehme o William Blake». Profundizar en los misterios de la divinidad, adentrarse en sus estratos ocultos, será el objetivo esencial de esta literatura.

El Libro del esplendor, uno de los textos más importantes de la literatura universal, se escribe en Castilla pero recoge el simbolismo desarrollado por varias generaciones de cabalistas de la escuela de Girona y por el Libro de la Claridad ( Séfer ha-bahir), compilado en Provenza el siglo anterior. Dado que el Ser Divino no pude ser expresado en sí, sino sólo sus símbolos, se dirá que el En-Sof es a las sefirot lo que el alma al cuerpo. La shejiná es la «radiación» divina que mora en el interior de todos los seres y está presente a lo largo y ancho de la creación. Su omnipresencia tiende a despersonalizar la divinidad y el énfasis en la misma acerca al Zohar al panteísmo. Pues es precisamente ese estado, femenino, donde lo divino toca más de cerca la experiencia humana.

La creación es algo que ocurre en Dios. No hay lugar aquí para la indiferencia o la distancia trascendente. Ese planteamiento acerca al Zohar al panteísmo. El cabalista entiende la creación de la nada al modo oriental. La tradición lógica de la India, y también los budistas, tuvieron muy claro que «nada puede surgir de la nada». Por lo tanto, la única solución lógica al problema de la creación era que esa nada que había antes de la creación fuera también Dios. Todo el proceso tiene lugar «en» Dios y la creación pasa a verse como una especie de «crisis» del En-Sof, que pasa del reposo autocontenido, el abismo de la nada, a la manifestación de lo visible. La creación es, de hecho, el resultado de esa voluntad primordial que abandona su reposo absoluto. De ahí la identificación de la séfira primera, la «corona suprema», con esa Nada mística. Scholem ilumina filológicamente la cuestión (de un modo muy budista) cuando advierte que la palabra hebrea que significa nada ( ain), tiene las mismas consonantes que la palabra que significa yo ( aní). De hecho, en cada transformación que ocurre en el mundo natural, en cada brote y en cada nacimiento, se reproduce aquel gesto original, la transición de la oscuridad a la luz, del abismo de la nada a la manifestación visible.

Para ilustrar la emanación que surge del abismo de la Nada, el Zohar se sirve de la imagen del punto matemático, cuyo movimiento crea la línea y la superficie. Y también de una metáfora clásica de la teología medieval cristiana, la del punto sin dimensiones como centro de una esfera. Ese punto primordial se identifica con la Sabiduría ( Hojmá). En línea con el optimismo platónico, la esencia de todo lo que existe procede de dicha sabiduría. A partir de ella se inicia la construcción del cosmos. La siguiente sefirá lo convierte en un «palacio» (los «Siete Palacios», tema recurrente en el Zohar). Un mundo donde es posible «distinguir» las cosas (eso es la inteligencia: Biná). Esa inteligencia es el «sujeto eterno», el «qué» de cada pregunta. Dios como el sujeto de la evolución del mundo (de ahí la cercanía al panteísmo). En ella se encuentran ya todas las cosas, pero sin desplegarse. Todavía no se ha producido la escisión entre sujeto y objeto. Las cosas permanecen en el intelecto divino, que las contempla en sí mismo. De ella brotarán, como los siete días de la creación, las siete sefirás restantes.

En general, los cabalistas manifiestan inclinaciones panteístas pero mediante un lenguaje teísta. La creación es la autorrevelación de Dios. La separación de las cosas es sólo aparente. La creación refleja el movimiento interior de la vida divina, todo lo que ocurre, ocurre «en» Dios, desde la lluvia hasta el cometa. Pero todo ello se desarrolla en dos planos, el mundo de las sefirás y el mundo sensible. Lo que llamamos fuerzas de la naturaleza no son sino el desarrollo exterior, en otro plano de la realidad, de aquellas fuerzas que operan y viven en el propio Dios. Como en la gran cadena del ser neoplatónica o en las doctrinas hindúes, todo está ligado con todo. La existencia separada de las cosas es, en cierto sentido, aparente, o mejor, es sólo una parte de la historia, un plano de la realidad. La vida oculta de Dios late en lo más alto y lo más bajo. La divinidad se relaciona con todos los mundos, Elohim tiene también su lado oscuro.

La fractura divina

En el origen del esquema divino, cada cosa se concebía como un todo. La vida del creador latía sin impedimentos ni máscaras en todas las cosas. Todo era entonces espiritual. Pero la caída hizo que las cosas cambiaran, forzó la retirada de la divinidad a la trastienda de la existencia, destruyendo la relación inmediata entre el hombre y Dios, y afectando a la vida misma de Dios en su creación. Restaurar esa condición original es la tarea del cabalista.

Esa escisión en la vida divina, esa fractura, impide la unión continua de Dios con la shejiná. Esa situación se remedia mediante la teúrgia religiosa de la comunidad judía, cuya función es recuperar el vínculo perdido. Cuando se restablezca la armonía original y todo vuelva a ocupar su lugar, entonces Dios volverá a ser Uno. Dice el Zohar: «los pecadores del mundo hacen que Él no sea uno». Ante esta escisión, hay dos tipos de reacciones, la colectiva y la individual, que dan lugar a las dos tradiciones de la cábala que distingue Idel: la «teosófico-teúrgica» y la «extática». La primera considera que la perfección religiosa de la comunidad ejerce «una influencia efectiva sobre las alturas», mientras que la segunda, cuyo máximo representante es el zaragozano Abraham Abulafia, pone el énfasis en la soledad y el retiro, centrándose en los nombres divinos y la combinación de letras para el logro individual de la unión mística. En la primera Dios es beneficiario de la actividad humana, en la segunda no. Sea de modo individual o colectivo, sea la divinidad beneficiaria de la actividad humana o no, el hecho fundamental que comparten ambas tradiciones es que la restauración de la armonía perdida, la corrección o enmienda del error original, designada por el término hebreo ticún (lit. corrección), define el puesto del hombre en el cosmos y su misión en este mundo. La actividad humana influye en la celeste como los frutos en las raíces del árbol. La razón es simple: todo lo creado tiene sus raíces en lo alto. Ese es el árbol de la vida, compuesto por las diez sefirás y los 22 senderos, invertido con respecto al árbol terrenal, por tener sus raíces en el cielo y sus frutos en la tierra. El Zohar llega a afirmar que el iniciado crea, mediante su devoción, un lazo que une la Torah visible con la Torah oculta ( En-Sof). Ese es el sentido profundo de la vida religiosa, volver a atar lo que quedó desatado ( re-ligare). De ahí que para muchos cabalistas, la genuina debecut o unión mística, no debería ser un «hecho extraordinario», ni siquiera un estado alterado de conciencia o un «rapto extático», sino que tiene su lugar natural en la vida cotidiana del individuo.

El destino del alma

Para el Zohar el alma es, como para los gnósticos, una chispa de la vida divina, pero también hereda algunas de las concepciones del alma de la filosofía medieval, de Maimónides y de la filosofía árabe, que fue la que preservó el legado de Aristóteles. Mientras los aristotélicos distinguían tres facultades en el alma (vegetativa, animal y racional), los platónicos las consideraban entidades distintas. El Zohar mantiene la distinción entre tres agentes, que llama vida ( néfesh), espíritu ( rúah) y alma ( neshamá). El cabalista es aquel que trasforma su alma en un alma sagrada. La fuerza intuitiva del alma es capaz de conocer los secretos de Dios y del universo, precisamente por afinidad, por ser chispa de la vida divina. Sobre su origen y destino, el Zohar sostiene, como otras tradiciones de la cábala, la preexistencia de las almas desde el comienzo de la creación, incluso llega a afirmar que las almas tenían ya plena individualidad antes del despliegue universal, ocultas en la idea de Dios, cada una con su forma particular. Todas las almas estuvieron en el seno de la eternidad y su paso de la esfera de las sefirás al paraíso es consecuencia de la unión mística del Rey con la shejiná. Antes de descender al cuerpo humano, el alma promete ante la divinidad completar su misión sobre la tierra. Con sus acciones, teje la prenda que traerá de vuelta tras la muerte del cuerpo físico. Las almas de los pecadores regresan desnudas o con la vestimenta hecha jirones y las que han pecado son purificadas por una corriente de fuego. Pero el proceso no acaba ahí. La cábala tiene un aire oriental y la doctrina de la trasmigración ( guilgul) confirma esa condición. La trasmigración constituye uno de los modos de retribución divina y convive con las purificaciones infernales. Una doctrina que encontramos ya entre los cabalistas de Provenza y que podría ser de procedencia cátara (la religión cátara fue la más influyente en Provenza en la época en la que surge la cábala). Una cruzada sangrienta acabó con la herejía de los cátaros, cuyo movimiento suponía una vuelta al maniqueísmo y defendía la metempsicosis como explicación para el destino del alma. Pero para los cabalistas ese destino no era para todas las almas, sino sólo para aquellas que no habían cumplido con la procreación. Y tampoco eran posibles todos los destinos: el Zohar descarta la trasmigración hacia formas no humanas.

Terminamos. El disfraz arameo y pseudoepigráfico permitió a Moisés de León una narración libre y creativa. Pero al margen de su enmascaramiento, un antiguo legado del espíritu impregna la obra, que combina de un modo fascinante elementos antiguos y medievales. El modo en el que fue recibida y leída confirmó que respondía a necesidades profundamente arraigadas en el pueblo judío. Su gran logro, tanto literario como teológico, consistió en integrar de un modo eficaz un legado neoplatónico, pagano y oriental (desde Proclo al samkhya), en el esquema monoteísta del judaísmo. El movimiento cabalista consiguió reactivar una antigua creencia que compartieron los presocráticos y los budistas e hinduistas. La idea de que Dios, el universo y el alma no sólo no pueden llevar vidas independientes, sino que el destino de Dios y el de los hombres se hallan indisolublemente unidos y que esa dependencia, llámese amor o gravedad, es por ambas partes.

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