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De Meigas, entre razón y superstición

De Meigas, entre razón y superstición

Con la película francesa El pacto de los lobos, dirigida por Christophe Gans y estrenada en 2001, ambientada en esa Francia del ambiguo siglo xviii, ya vimos esa dialéctica entre razón y superstición, donde lo científico acaba imponiéndose a una suerte de fe ciega en la existencia de fuerzas demoníacas que, como tales, nunca existieron. Así, la única maldad incontrolable es la ambición y el odio humanos. Luego vendrán los tópicos, tan derivados del imaginario norteamericano, de esos jóvenes, asaltados violentamente en un bosque que, como siempre, vendrá a significar el laberinto mortal del que no pueden escapar, con una naturaleza cómplice de tanta muerte. Lo bueno es que la novela de Cristina C. Pombo, La caricia de la bestia, da un giro argumentativo más interesante, más lleno de novedad de lo que en el principio parece. Aunque las posibilidades no eran muchas: qué difícil resulta hacer una novela de suspense, con estos mismos hilos argumentativos, y no caer en el topicazo del asesino en serie, que juega a avanzado depredador, sin muchos motivos de antemano.

Pongamos a los protagonistas en situación: la inspectora Laura Tébar y al subinspector David Merino, que suelen afrontar la muerte no como un problema existencial, sino como una consecuencia que responde a unas causas muy concretas, y que se concentran en la mente de una persona o cosa con una voluntad de dañar al prójimo. Allá donde los demás ven rastros de una fantasía invasora de la realidad, ellos ven locura, demencia, enajenación, pero no del mismo modo. Y ese contraste es -y no podemos olvidarnos de la película de Gans- el motor narrativo, el parámetro que sirve a su autora para debatir en qué consiste el misterio de la existencia. Sin comparación de esos puntos de vista la historia carecería de un mínimo interés argumentativo, sin duda.

Es cierto que el libro destila cierto aire de guión cinematográfico, como si se viera de reojo la opción de llevarla al cine y esto le deja una pobre huella que, sin embargo, la coherencia argumentativa logra salvar, sin alardes, pero con la suficiente calidad como para generar interés por acabar de leer la novela e incluso darle un sincero aplauso al final. Porque está bien resuelta esa dialéctica entre la fantasía y la realidad, sin forzar las texturas de la historia, con esa ligera sospecha que nos deja al final sobre esos límites del susodicho debate.

Pero también resulta innegable que el lector debe aceptar el pacto de la ficción desde la primera página, pues el hecho de que se planteen que sea un zombi el ser que atacó a los jóvenes en el bosque parece un poco descabellado en un thriller de estas características. Quizá por eso el título te da una muestra clara de otra intención algo más profunda y que ya hemos apuntado aquí. Y ahí también hay que entroncar el pasado traumático de la inspectora, el carácter dubitativo del subinspector, las contradicciones en las que incurre la propia investigación, la duda del lector ante los hechos, el testimonio confuso de los jóvenes atacados, la posibilidad de un zombi en escena, el misterio que siempre rodea a los bosques, la espesura de la noche como el telón de una puesta en escena de la fantasía, etc. Y todo esto con una amplia lista de ataques sin solución y sin respuesta posible, pues entender la maldad humana (o aquella que lo rodea) requiere de serenidad emocional, y estos personajes no la tienen.

Desde luego, se trata de un libro muy apetecible para quienes desean distraerse en la aventura de lo misterioso, con ciertas dosis de profundidad reflexiva y con una ligera carga de realismo. Y es que el gran valor de este título es que te hace dudar de todo, hasta de los más simples ruidos que suenan en tu casa, con esos muebles que claman a su bosque perdido, como espíritus tristes que suplican venganza contra la mano humana del leñador. Miedo da, pero también desde lo más previsible: seguiremos creyendo que la policía tiene respuesta lógica para todo lo que ocurre por el mundo, aunque ya sabemos que la meigas no existen, pero haberlas, haylas.

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