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Que así se escriba las lecciones magistrales de Nabokov en «Lolita»

Que así se escriba las lecciones magistrales de Nabokov en «Lolita»

Últimamente ha hecho correr mucha tinta bienintencionada la adaptación de una novela que se editó en España con dos décadas de retraso, o más -sí señora, así es nuestro país, Estado o Reino- y que tras la adaptación al cine, lleva trece ediciones, milagros de las buenas intenciones, que no de la creación de nada, mera ilustración de buenos y malos€como suele ser el raquítico cine español. Donde los tuertos mandan. Y las miopes.

De resultas hay pandemia, por contacto ocular, como suele suceder en esta tierra de contrastes y autonomías. Es el eye contact pero sin lentes de contacto al uso para ir de fiesta. Y se centra en el huracán Lolita, si no viene Dios y lo remedia. La ola es tan vieja que llega cansada y como cansina, y no tiene nada de maremoto. Todo el mundo mete baza en las intenciones (¿morales?) de esa Lolita inmadura, a la que solamente iría bien un curso de Gombrowicz y de paso a estas airadas intérpretes forzadas y esforzadas, un curso de Musil. Y como he hecho la crítica desde antes de 1962 de todos los Nabokov habidos y por haber (desde Pnin en Selecciones del Reader´s Digest) me permito entrar con vela en el entierro y practicar la crítica al crítico rabioso, que es un perro/perra andaluz, vayan a olerlo ustedes, amables lectores paseantes de su mascota preferida, tan fina y limpia€

Prrimera y principal, Lolita empezó con otro nombre, la novela se llamaba Le sorcier, fue escrita, según cuenta Nabokov (en su edición definitiva como The Enchanter, de 1968, traducida en España con el retraso debido en Anagrama en 1987), en los Pirineos, cerca de un balneario(son proclives a fantasear, aislamiento y demás ventajas, vean sino La montaña mágica de Thomas Man, El balneario de mi amiga Carmen Martín Gaite y por ponerme en botas de siete leguas, Ambit perdurable, en la que cimento mi iglesia heterodoxa desde 1981). Así lo dijo en un ensayo a su favor publicado por Olympia Press, en Francia, claro, en 1957. Con lo que los olvidos e ignorancias de tantos expertos/expertas harían salir de la tumba al genio irascible y jocoso (bueno: ¿Quién fue invitado al entierro en Montreux sur Lac, y tiene la carta de condolencias agradecida por la mismísima viuda y compañera eterna Vera Nabokov?). Se han publicado las cartas del escritor a su esposa, confidente y colaboradora (le impidió quemar la segunda versión, de la primera lo ignoraba todo, puesto que casi rompen por un affair del coleccionista de mariposas, en la etapa francesa, nada menos que con una escritora y biógrafa de Chaikovski y Chejov, ahí es na, Nina Berberova). Pero no publicó esta primera versión en francés, que iba a ofrecer a Gallimard, donde sacó una obra del mismo autor, por ese tiempo, aunque él la escribió en ruso, dice el máximo responsable de la ninfete, y su protagonista masculino, el débil y obcecado cazador/cazado H.H. «era centroeuropeo».

Por fin el matrimonio Nabokov consiguió un visado para EE UU y cruzó el canal, sin mucho numerario, y sobrevivirán dando él clases en Wellesley College y ella haciendo trabajos del hogar y criando al retoño Dmitri (que será cantante de ópera, corredor de Fórmula 1, hijo mimado, estudiante en Harvard, provocador de accidentes, escalador de montañas imposibles, como un antepasado explorador, fundador del museo en San Petersburgo, y padre de un hijo tan rubio, encarnación mítica del «lolitismo» en clave masculina, y con mucha educación y que lleva el centro museístico junto a la catedral de San Isaac.

Y en eso llegó Lolita, sin advertir nada, vino a armar el gran lío, la orgía perpétua, según entiende la lectura Mario Vargas Llosa y mejor en el sentido de Roland Barthes, maestro de maestros, en Le plaisir du texte.

Mientras escribía sin descanso en 1952 -eso se lo debo al gran escritor británico, Brian Boyd- y cazaba más papillons, celebró la fiesta del 4 de julio -mejor viendo desde la cama del Westin un partido de la NBA acompañándolo con champagne francés y sí, pavo- mis amigos Justin Angeloh y su mejor compañera de college en Nueva York (ellos viven en New Haven, claro), dicen que sus antepasados del Mayflower inventaron el Día de Acción de Gracias (de nada), efeméride que yo seguiré celebrando tanto en Cayo Hueso (la culpa es de Erik Montesinos) o si me pilla, en Atlanta o en Savanah -y la culpa puede ser de Shane Rosen- o donde el destino fecundo en ardides me ofrezca bed and breakfast. Fórmula sugerente si añadimos postre. «¡Ay Lolita fuego de mis entrañas» dice el autor nada más comenzar y sigue aquello de «Lo-li-ti-ta, Lilith» (en el fondo todas remiten a la misma diosa fenicia).

Nabokov daba por entonces un curso sobre Ana Karenina (que duró 2 años) y a continuación, en Cambridge trabajaba en su monumental libro, la traducción al inglés de Eugenio Onieguin (¡oh, dioses, qué tormento para un Prometeo lascivo!) y complementando además el volumen de comentarios (tiene dos únicas ediciones y la segunda, que cacé en Harvard Yard en 1998 con Georg C. Brown -luego senador por Massachusets-, es tan cara y además pesa un quintal. Y a pesar de ese ritmo Lolita avanzaba, se abría más y más, se desvelaba, en un laberinto de huidas por autopistas, entonces nuevas, y Vera iba pasando a limpio las páginas y esa copia sería la que luego él le encargaría quemar, sí. Y además se le ocurrió Pnin y la ofreció al The New Yorker. Y el 6 de diciembre de 1953 escribió en su diario: «Acabó Lolita» Y a continuación Lolita casi acaba con él. Menuda era la niña. Edmund Wilson, su gran amigo, le buscaba otra editorial, sin dejar de escribirle (su correspondencia voluminosa no está traducida al español todavía, yo la adquirí en 1998 en la III Avenida. Maurice Girodias, de Olympia Press, editor de Henry Miller, leyó el manuscrito y el bebé nació en el exilio como Ulysses. En octubre tuvo al fin listos los dos volúmenes verde pálido, Lolita había nacido, la niña estaba algo crecida, era ya una adolescente en flor y hacía vibrar a todos los que leían la novela trágica y ridícula (toda tragedia moderna es ridícula, Beckett dixit).

Y el mundo ardió por los cuatro costados. Mi amigo Nigel Nicholson la publicó en su editorial británica (Weindefel and Nicholson) pero la crítica o periodista de ocasión le olvida a él, hijo de Vita Sackwille-West, vicepresidente de la ONU, editor, escritor y ahijado de Virginia Woolf. Así se escribe hoy, en los suplementos guay. Y la aplicada directora catalana, Isabel Coixet, lo pasa por alto, y eso que en La librería el episodio clave es ése. Y Penelope Fitzgerald la publicó en 1961, vean. Y aquí mismo sacamos la crítica de la primera edición española, sin éxito, hace años. Es que así se escribe y luego pasa el tiempo y se rueda.

España es ansí. Y Penelope llega rerasagada. Y encima se la recomendó un listo que pasa por intelectual, John Berger. ¡Ay cuántos desorientados, todos de la misma cuadra! Pero Lolita llegó a España en 1975, con los papeles legales, recuerdo cuando Poppy me la dio, en brazos, en plena ola de la transición y mi crítica correspondiente salió entonces en Informaciones (Madrid, 1975). Porque después de un lío en Las Provincias, por mi suplemento sobre el País Valenciano, en Cuadernos para el Diálogo, me fui al periódico de Juan March. A cada uno lo suyo. A tiempo.

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