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Una pérdida de civilización

Una pérdida de civilización

Casi todos los días del año tiene lugar una silenciosa y civilizada escena en el centro de València, a escasos metros de la puerta de los Apóstoles de la catedral. Los protagonistas son ciudadanos de variada condición, jubilados que hojean la prensa, estudiantes que revisan sus apuntes, vecinos que acuden a leer o bien a solicitar en préstamo una película, un libro o un CD, y bibliotecarias tan cordiales como eficientes. La escena transcurre en la Biblioteca municipal Carles Ros, la única del centro histórico que, por desgracia, está a punto de desaparecer. Así lo quiere el Ayuntamiento de València cuyo alcalde Joan Ribó ha acordado que la Casa Vestuario, que acoge hoy a libros y lectores, se convierta en un museo dedicado al Tribunal de las Aguas.

La Casa Vestuario es un pequeño y sobrio edificio clasicista, obra de José García y Cristóbal Sales, que ilustra la discreta renovación urbana de la Valencia del último tercio del siglo xviii. Fue inaugurado en 1800, apenas el joven pintor Vicente López acabó la Alegoría de la Fama con la eucaristía y la heráldica de la ciudad, que decora el techo del Salón de Honor, actual sala de lectura. Las necesidades de protocolo que explican el origen de esta Casa -los cambios de vestimenta de los magistrados para las numerosas celebraciones religiosas- fueron menguando a lo largo del siglo xix. Y la Casa -cuya historia ha contado con acierto Miguel Ángel Català- atendió otras exigencias, entre ellas la de albergar la administración, así como la verja y los sillones de los síndicos, del Tribunal de las Aguas, cuya sesiones se celebran en la cercana puerta gótica de la catedral, para los turistas básicamente.

En 1916, el Ayuntamiento de València, de mayoría republicana, ofreció la Casa Vestuario como sede de una Biblioteca Popular cuyo origen era la biblioteca de la Casa del Pueblo, entidad de aliento blasquista, creada en 1906, que no disponía de una instalación adecuada. Al mismo tiempo, la ciudad logró del Ministerio de Instrucción que la Biblioteca estuviera atendida por funcionarios del cuerpo de Archivos, Bibliotecas y Museos. En 1920 -lo recordó Pilar Faus en un documentado trabajo- fue nombrado director Rafael Raga Miñana, bibliotecario de dilatada dedicación, que trató de implantar un sistema de lectura pública bien organizado. Para entonces, contaba con algo más de dos mil volúmenes, aunque el número se incrementó de inmediato y en 1924 ya eran doce mil los libros. Habían crecido los lectores al tiempo que las compras y también donaciones como las de Víctor Pedrer o Vicente Peset Cervera, catedrático de Medicina, y padre del que fue rector de la Universidad. En una entrevista realizada en 1978, Antonio Deltoro, profesor de la Escuela Cossío de Valencia, amigo de Renau y exiliado en México, evocó esta Biblioteca al referirse a sus años de estudiante de Derecho y Filosofía y Letras: «Mi formación se la debo [?] a una Biblioteca Popular que abrió el Ayuntamiento de València que era un poco más compleja que la propia Biblioteca de la Universidad. Era de tendencia republicana. Allí estaban los libros de Schopenhauer, las cosas de Nietzsche, de Spencer, editadas por aquella magnífica editorial de Blasco Ibáñez, Prometeo, y también por Sempere. Hechas algunas veces de malas traducciones del francés, pero que contribuyeron enormemente a la formación intelectual y política no solamente de València, sino de toda España.» Certera la observación de Deltoro, Sempere y Prometeo fueron ejemplo de la incipiente industrialización de la imprenta española y del crecimiento de la lectura entre las clases medias y trabajadoras. También lo fue del avance de las Bibliotecas Populares, creación de la cultura republicana del Sexenio Revolucionario, que prosiguió con el liberalismo progresista durante la Restauración. Tuvo una primera culminación durante la segunda República, como recuerdan, entre otras cosas, la atención a los libros de las Misiones Pedagógicas y el avanzado Proyecto de Bibliotecas redactado por María Moliner que el franquismo se limitó a guardar en un cajón.

Nietzsche, Spencer, Darwin, Diderot, Reclus, son algunos de los autores que dio a conocer el editor Francisco Sempere que también publicó La Filosofía del anarquismo, de Charles Malato, con traducción de Félix Azzati. Obras que lograron escapar al severo expurgo franquista y ahí siguen en una librería de madera junto a Las piedras de Venecia, de John Ruskin, editada en 1913 por Blasco Ibáñez, con prólogo de Ramón Gómez de la Serna; los veinticinco tomos de la Historia de España (1887-1890) de Modesto Lafuente, de Montaner y Simón; o la Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, que Blasco Ibáñez vertió al castellano. No debía haber ninguna otra librería pública en València en cuyas baldas estuviera Realismo mágico, el importante ensayo de Franz Roh, traducido por Revista de Occidente en 1927.

Ciertamente es un lujo, un lujo democrático, que cualquier ciudadano de Valencia pueda leer bajo un fresco de Vicente López y con la hermosa luz que entra por los grandes ventanales que orillan el elegante balcón de la Casa Vestuario. Y cuando el sol cae, el lector enciende -otro razonable lujo que se debe agradecer- la lámpara de sobremesa Gira, el logrado y premiado diseño que en 1978 firmaron Ferrer, Massana y Tremoleda y hace tiempo reedita Santa&Cole.

En el centro de la ciudad de Amsterdam, en la concurrida zona de los canales, hay al parecer en torno a ochenta y cinco tiendas de comestibles y doscientas dedicadas a servicios turísticos. Quienes gobiernan la ciudad holandesa consideran el contraste desequilibrado en exceso y con buen juicio proponen limitar la apertura de nuevos establecimientos de venta de helados y souvenirs con el propósito de que esa parte de la ciudad no sirva exclusivamente al viajero. No parece que quienes gobiernan Valencia compartan esa civilizada idea. Concejales republicanos de València crearon una biblioteca a comienzos del siglo xx junto a la catedral. Ahora, cien años después, concejales de izquierda la quieren sustituir por un museo que bien podría ubicarse en el entorno de la que fue sede del Centre Excursionista, donde el Ayuntamiento pretende exiliar la Biblioteca Carles Ros, o mejor en el Museo de la Ciudad, al que no le vendría mal reordenar el relato y soltar lastre del exceso de obra menor y de lienzos anónimos, copias y cuadros de taller. En el umbral de los años setenta, cuando la socióloga Ruth Glass ya había denunciado la «gentrificación» del distrito de Islington, al norte de Londres, algunos sectores de la izquierda española advertían de lo que en la jerga de la época se denominaba «expulsión planificada» de las clases populares de los centros de las ciudades. ¡Cómo hemos cambiado! En el núcleo del centro histórico de Valencia la izquierda aspira a tener turistas, no residentes. Lo prefiere a ofrecer libros y un espacio de lectura a los vecinos. Una sutil variante de la «gentrificación», enmascarada con el recurrente -y al parecer indiscutible- ropaje museístico. En fin, otro museo más. Los únicos libros de la Plaza de la Virgen serán misales. Un error. Un horror.

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