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Cultura de la inminencia

Una cultura es ante todo un sistema de convicciones heredadas y de expectativas probables. La cultura se compone de creencias, concepto que Ortega oponía a las ideas en estos términos: en las creencias estamos mientras que las ideas las tenemos. La cultura burguesa tradicional daba por supuesto que los hijos tendrían un futuro mejor que sus padres gracias a la educación y al trabajo coordinado de la pareja, la célula básica de la sociedad, la cual se suponía asentada en vínculos amorosos a cuya exaltación concurría toda una simbología romántica. Por falta de perspectiva histórica habíamos llegado a pensar que esto es lo natural: sin embargo, la sociedad campesina del antiguo régimen tenía convicciones y expectativas diferentes, no soñaba con progresar, sino que se conformaba con sobrevivir, y creía en la procreación más que en el amor.

¿Y ahora mismo, en esta extraña cultura postmoderna, postindustrial y post todo? Yo diría que hemos caído de lleno en la cultura de la inminencia. Como la sociedad del antiguo régimen, la nuestra ha dejado de creer en el progreso. La gente ya no se fía del poder salvífico del sistema educativo y sabe que, hagan lo que hagan, sus hijos estarán condenados a los trabajos basura, a la incertidumbre laboral y a una vejez amarga en la que el sistema de pensiones brillará por su ausencia. En el fondo, la angustia del campesino europeo (cuatro de cada cinco ciudadanos lo eran) que miraba al cielo con desconfianza y al mañana con temor, difiere bien poco del joven urbano de nuestros días (otra vez el ochenta por ciento) que desconfía de los profetas de la economía y de la política. Por eso se hunden los partidos tradicionales, el respeto a los educadores y la propia convivencia ciudadana. Los jóvenes de ahora no es que no quieran progresar, es que saben que es imposible. Sin embargo, frente a las antiguas culturas campesinas, no quieren que la vida consista en la repetición de los ciclos de la siembra y de la cosecha o de las fiestas tradicionales que jalonan el calendario, sino, al contrario, esperan una sorpresa detrás de otra.

Los síntomas de esta cultura de la inminencia son apabullantes, en lo grande y en lo pequeño. Te presentan a alguien por la mañana y, por la tarde, resulta que ya os decís amigos; si se tercia, por la noche, os convertiréis en amantes. Otro ejemplo: vas al restaurante donde comiste el mes pasado y descubres que el menú se ha achicado, que tiende a ser de un solo plato o, por qué no, a consistir en un picoteo de entradas a compartir. O sea que aún andas por el aperitivo, cuando descubres que te sacan una cosa rara de manzana que solo puede ser un postre. Las empresas hacen lo mismo: los automóviles se programan para diez años, las lavadoras para cinco, los móviles para tres, la ropa para una temporada. Para no ser menos, la universidad ha reducido la duración y el nivel de sus grados, que en casi nada difieren del antiguo bachillerato.

La pregunta es si lo que entendemos por cultura tiene cabida en este paradigma vertiginoso. ¿Un libro? ¿Para qué?: mejor un microrrelato. ¿Una sinfonía?: demasiado largo, mejor un tono musical que suene cada vez que te llaman al móvil. ¿Un retrato al óleo?: imposible, no hay tiempo, nos conformamos con una instalación que mezcle cachivaches de cualquier trastero. Así que me apresuro a acabar este artículo. Sospecho que con el título tenían suficiente. El problema es si mi director estará dispuesto a pagarme lo mismo por solo 24 caracteres.

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