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Don Quijote vuelve a cabalgar

El Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert publica una impecable edición de «La ruta de Don Quijote» de Azorín, el viaje que el escritor de Monòver realizó por la Mancha en 1905 por encargo del diario «El Imparcial» dirigido por José Ortega, padre del filósofo. Un texto elogiado por Vargas Llosa durante su ingreso en la RAE: «Aunque hubiera sido el único libro que escribió, él sólo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua».

Don Quijote vuelve a cabalgar

Me apresuro a indicar que no es el título más original que a uno se le pudiera ocurrir para presentar esta impecable edición del Instituto de Cultura Alicantino Juan Gil-Albert de La ruta de Don Quijote de Azorín, con espléndidas ilustraciones del pintor ilicitano afincado en las faldas del Montgó, Joan Castejón, y una amena introducción del especialista azoriniano José Ferrándiz Lozano.

Desde tiempo inmemorial, la lectura de las aventuras y desventuras quijotescas han reavivado la llama para transitar por la Mancha y recorrer, con más o menos acierto, las vivencias del caballero de la triste figura y de su escudero. Ya en el siglo xviii, el canario José Viera y Clavijo visitó la zona para contemplar cómo el tiempo parecía haberse detenido en esos lugares descritos por don Miguel. Viera y Clavijo, al servicio del Marqués de Santa Cruz, dueño de muchas tierras con viñas que configuraban el territorio manchego por aquel entonces, nos dejó interesantes rasgos socio económicos de la zona, tal como indicara Juan Antonio Ríos.

En el siglo xix, los escritores rusos (Dostoievski, Tolstoi, Chéjov o Gogol), entusiastas del texto cervantino, posibilitaron que muchos intelectuales, comerciantes, periodistas o militares se apresuraran a cargar sus bártulos, hacerse un seguro de vida por si acaso y viajaran a España llevando entre sus alforjas la novela de Miguel de Cervantes para contemplar in situ el mito romántico de Don Quijote. Visitantes franceses como Doré y Davillier, a quienes no les gustó nada el clima manchego, «de ardiente calor en verano, es glacial durante el invierno». Otro galo, Laborde, no pasa por el territorio de las andanzas caballerescas sin degustar ampliamente el morapio manchego, asunto éste en que algún inglés que otro de los que pasearon sus reales por la comarca, dieron buena cuenta (y alabaron) el buen vino de Valdepeñas, como ocurrió con Richard Ford. Algo que no le sucedió al reverendo Borrow, más preocupado por no ser asesinado por la banda de Palillos cuando atravesó la Mancha camino de Andalucía. Y hablando de Ford y del Marqués de Santa Cruz, el aristócrata español cenaba en Madrid con un embajador extranjero, aficionado al buen vino de Valdepeñas. Asegura Richard Ford que cuando el de Santa Cruz se llevó la primera copa a los labios exclamó: «¡Magnífico vino! ¿Cómo se las arregla usted para comprarlo en Madrid?» Y el diplomático le respondió: «Me lo envía su administrador en Valdepeñas y tendré mucho gusto en procurarle a usted un poco€»

Bien. Muy a finales del siglo xix, un norteamericano nacido en Francia, August Florian Jaccaci publica su obra On the Trail of Don Quixote (1896), fruto de su viaje erudito a la Mancha, tal y como señala Esther Bautista Naranjo, viajero yanqui que, muy probablemente y llevado de su fascinación por el héroe cervantino, se propuso recuperar «la esencia de sus gloriosas hazañas» recorriendo los mismos lugares que hicieran Alonso Quijano y Sancho Panza siguiendo, en parte, el camino de las rutas cervantinas que ya había emprendido (y publicado) Giménez Serrano en 1848.

Ya en el último tercio del siglo xx, durante la transición política que vivía España, el escritor británico Graham Greene nos dejó una muy interesante historia de dos personajes, un sacerdote y el ex alcalde comunista de la localidad de la patria de Dulcinea que, saliendo de El Toboso, comparten viajes y conversaciones en un Seat 850 al que llaman Rocinante y que mantienen viva la historia cervantina, incluyendo la muerte de Monseñor Quijote. En esta poco conocida obra de Greene, el queso y el buen vino manchego ocupan buena parte de las delicias gastronómicas de la zona, incluyendo una referencia al excelente coñac de Tomelloso.

Volviendo a la edición/reedición con que nos ha regalado el Instituto Gil-Albert para conmemorar el año Azorín cuando se cumplían cincuenta años de su fallecimiento, Ferrándiz Lozano, también coordinador junto a José Payá, director del museo Azorín de Monòver, del último y completo número monográfico de la revista Canelobre dedicada al escritor alicantino, desgrana en su prólogo las vicisitudes sufridas por el escritor monovero para ver hecho realidad su deseo de recorrer parte del camino cervantino, la Ruta de Don Quijote.

Todo había comenzado con el acuerdo de Azorín con el director del diario madrileño El Imparcial, Ortega Munilla, de iniciar camino y crónica para conmemorar el tercer centenario de la aparición de la primera parte cervantina del Quijote. Ortega, el padre de Ortega y Gasset, le regaló un pequeño revólver, «porque nunca se sabe lo que puede pasar», y dos tomos de la guía inglesa de Richard Ford sobre España. A partir de ahí, el texto introductorio y riguroso de Ferrándiz Lozano deja paso a los artículos periodísticos del maestro monovero, quince, uno menos de los que aseguraba el escritor peruano Vargas Llosa en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en el que elogiaba sobremanera la ruta quijotesca: «Aunque hubiera sido el único (libro) que escribió, él solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua€»

Ferrándiz Lozano afirma que en marzo de 1905 Azorín llega a Argamasilla de Alba dispuesto a iniciar una serie de artículos periodísticos que le ocuparán un viaje de un mes por tierras manchegas. Desde La partida, primera de las crónicas azorinescas, hasta La exaltación española, última de las entregas, desfilan curiosos personajes, horizontes y campos manchegos, el duro clima, pueblos que tienen mucho en común con los que visitara Viera y Clavijo más de cien años atrás y que Azorín, de acuerdo con el ilustrado canario, describe así: «En La Mancha hay ahora paisajes, pueblos, aldeas, calles, tipos de labriegos y de hidalgos casi lo mismo (por no decir lo mismo) que en tiempos de Cervantes€»

En fin, como señalaba la anglosajona Jan Morris, autora según Gerald Brenan de uno de los mejores libros de viaje por España, «aunque todo país tiene sus Sanchos, Don Quijote solo pudo ser español, y en ocasiones sus ilusiones calaron más hondo que la verdad». Pues eso.

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