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Implicar provocando en el centenario de Debussy

Implicar provocando en el centenario de Debussy

A los padres se les quiere... o se les detesta. Con los abuelos suele haber un pacto de complicidad. De los bisabuelos ¿quién se acuerda? Y los tatarabuelos son historia? cuando lo son. Para el músico de hoy, profesional o aficionado, Debussy es historia: de su muerte hizo cien años justos el pasado día 25 de marzo. Había nacido el 22 de agosto de 1862.

«¿Habré hecho una cochinada?», le dijo al vecino de palco en una ocasión en la que el público aplaudía frenéticamente el estreno de una de sus piezas. Habituado a abucheos y denuestos, aquella fervorosa sintonía le tenía sumido en incómoda perplejidad. Debo haberme equivocado, puesto que me vitorean. Estoy perdiendo facultades.

Esa anécdota nos recuerda otra de Picasso cuando, a una madame que aprecia lo bello del lienzo que tiene ante los ojos, el pintor le responde molesto: «¿Bello? Con el trabajo que me he tomado para que no lo fuera»? Si gusta, se dice el autor, es que «en algo he debido fallar». No acepto que se me acepte, así por las buenas. La benevolencia del público neutraliza la agresión del genio. Si el sabio no aprueba, malo: si el necio aplaude, peor. Se lo dice a sí mismo el genio, que se estima sabio y desestima como necios a sus paisanos.

Con el paso de la Modernidad a la Posmodernidad, es obvio que los desacatos de los que aquélla hizo gala han perdido gas. Hay un principio, sin embargo, que aun en el batiburrillo del arte vigente, el que los medios airean y mal que bien hace cierta fortuna, perdura con una obstinación que no hace previsible una vuelta atrás: es la voluntad de «provocar». La crítica al uso ha puesto en circulación un adjetivo que ahonda en ese efecto y es el de «perturbador». Al provocado le cabe reaccionar: al perturbado se le supone incapaz, queda fuera de juego.

Parece indudable que el talante provocador, que Debussy puso en su arte hace más de un siglo, sigue vivo. No así, en cambio, sus efectos. Hoy, su música no solo no escandaliza a nadie, sino que se la tiene como una nueva especie de lo clásico: es música clásica, tanto como pueda serlo la de Haydn y Mozart. Y sin embargo? Intuimos que algo en ella se ha roto.

Se ha roto una frontera. O varias. Una de ellas es la que delimita lo que llamamos, en cuanto a la cultura se refiere, Occidente. En él se inscribe nuestra música clásica: la que abarca de Monteverdi a Mahler y es genuinamente occidental. Y es de ese carácter del que Debussy, con ánimo de provocar, de momento, pero con una intuición además del futuro, se desmarca. En su propósito está el airear la cultura europea ensanchando sus horizontes. Y así, el que en su día fue un músico moderno es hoy un clásico.

Pero un clásico entendido en un sentido mediterráneo y no occidental. Un clásico en el que cuentan la Grecia antigua y el Medioevo monástico, por ejemplo. Y en el que caben otras sugestiones del vecino y del remoto Oriente, de lo árabe a lo japonés. Y la clave se halla en las claves, modales y no tonales, de su escritura.

Sobre la naturaleza de su música dio hace más de medio siglo una lección magistral Leonard Bernstein, pedagogo carismático, director de orquesta, intérprete y compositor. Su serie de Conciertos para jóvenes (más bien niños) al frente de la Filarmónica de Nueva York, se dio entonces por televisión y está ahora disponible en la Red.

El sonido es mejorable, pero el verbo del maestro, original o doblado, vale la pena. En contra de lo que a veces se supone, contar las cosas a los más niños es mérito reservado a los más grandes maestros. Y así, en su programa dedicado a «los modos», Bernstein describe, con claridad meridiana y ejemplos en vivo (sus instrumentistas no solo tocan, también cantan), la novedad que supuso, en la obra de Debussy, el abandono del sistema tonal, a favor de un uso libre de escalas modales, a las que los griegos dieron nombre.

La transmisión de esa herencia llega a nosotros a través del canto llano practicado por los monjes desde la Edad Media. Del cual sabemos todo lo que queramos saber: una visita al Monasterio de Silos, en pleno siglo xxi está al alcance de todos.

Pues bien: de lo uno y de lo otro, del origen griego y de la tradición monástica nos dan cuenta, por ejemplo, sendas piezas para piano de Debussy, cuyos títulos hacen superfluo todo comentario: estos son Danseuses de Delphes y La Cathédrale engloutie. Más claro, agua.

Pero es que, con ese barrido de fronteras, histórico y geográfico, Debussy logra otro, quizá de mayor alcance, por intemporal y cosmopolita, que Bernstein nos hace asimismo notar con su peculiar gracejo: es la abolición del muro (en el de Berlín tuvo también no poco que ver) o supuesto abismo, que cierta (mala) conciencia de clase había llegado a fraguar, entre música clásica y música pop. Desmantelado el baluarte aristocrático del sistema tonal, baluarte de un género clásico por partida doble, y descartados sus protocolos, la música vuelve a su ser libre.

Lo que no quiere decir que toda ella valga: vale la que vale y en lo que vale. Pero no es la marca lo que la acredita, sino su capacidad para seducir al oído y llegar al alma. Y en eso el autor del Preludio a la siesta de un fauno cumple con todo y con todos. Y no hace falta que lo recordemos: le seguimos oyendo. La Música goza de ese privilegio: vuelve una y otra vez.

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