Movido por una fe insobornable, por la valentía del equipo bronco y copero que dicta su historia, un descomunal Valencia remontó ayer ante el Real Madrid, con goles de Barragán y de Otamendi, el líder de la manada, que devolvió a Mestalla la mística mágica de sus mejores tardes en este duelo clásico. La de los goles de postreros de Fernando y Robert en el curso 91/92 o los cabezazos imperiales de Ayala. Un equipo en el que el valencianismo, tras una agotadora travesía por el desierto, vuelve a sentirse orgulloso, reconocido. Los blanquinegros se sobrepusieron a todas las adversidades, incluso al manojo de nervios generado por el arbitraje de Gil Manzano, constantemente criticado. A base de insistencia, el Valencia resistió y fue mejorando hasta lograr una victoria liberadora. Definitivamente al conjunto de Nuno le van las grandes citas. Vacunó al Atlético, se le escapó por poco el Barcelona. Ayer, un Madrid de récord sucumbió al empuje de un equipo rabiosamente joven, que quiere devolver al murciélago al ilustre lugar que le corresponde.

En el inicio se vio al Valencia con un plan definido y bien ejecutado en casi todas las zonas del campo menos en los tres cuartos, en el momento de aislarse de la atmósfera de día grande que reinaba en Mestalla y congelar las pulsaciones para dar el último pase. En ese arranque, los locales, hambrientos, ganaban todos los duelos individuales, y desbordaban con superioridad numérica con la aparición por las bandas de Piatti y Barragán, con las espaldas cubiertas por Enzo, Parejo y André Gomes.

Pero el partido dio un giro radical en el minuto 12. En una aplicación estricta del reglamento, la falta lateral que rebota en el brazo desplegado de Negredo es penalti. Cristiano Ronaldo adelantó desde los once metros a un Madrid que, hasta el momento, no había tenido ni aproximaciones ni tampoco pelota. El 0-1 desconectó por un largo trecho a un Valencia traicionado por la sobrexcitación, en medio de una atmósfera que fue tornándose cada vez más crispada. A esa desorientación contribuyó el colegiado Gil Manzano, que trató de reconducir un encuentro que se le fue de las manos, con un festival de tarjetas, muchas de ellas gratuitas, como la que vio Gayà, sustituto del lesionado Piatti, por entrar al campo con la autorización del cuarto árbitro y que desquiciaron al personal. Obsesionado con el colegiado, el Valencia se olvidó incluso de aquello que había estado haciendo bien. Entre medias, el Madrid, con Ramos indultado en un rodillazo en la espalda de Negredo con una amarilla, pudo haber sacado tajada del caos en dos ocasiones francas, de Cristiano y Benzema.

El Valencia y sus aficionados necesitaban estímulos, y comenzó a notarlos justo antes del descanso con dos latigazos desde la frontal de André Gomes. El segundo, rebotado en Carvajal, acabó estrellado en el poste. Era el rugido, el aviso ideal para encarar la segunda parte con bríos renovados, para volver a intentarlo. De regreso de los vestuarios André Gomes continuó agitando el árbol, al cazar de volea un rechace que se marchó rozando el poste.

Lo mejor estaba por venir. En el minuto 52 Barragán empataba en una jugada que da la razón a la pizarra de Nuno. De nuevo los dos laterales desbordaban libres de vigilancia. El irreverente Gayà cruzó una diagonal para ver la aparición de Barragán, que remató con todo. El balón desviado por Pepe, entró a la red y desató un partido gobernado a golpe de corazón. Con el riesgo de un intercambio de golpes en el que el Madrid suele verse cómodo, el Valencia asestó el golpe definitivo con el tanto de Otamendi. El central argentino, como hiciera ante el Atlético, cabeceó con la fuerza de un tren de mercancías desbocado. Con esa misma energía, el Valencia se protegió de las embestidas finales del Real Madrid, con el aliento de Mestalla, que acabó exhausto y feliz.