Ninguna fuerza podía detener la frustración de los jugadores del Valencia al acabar el partido. Este grupo, del que se ha insistido en su ternura y juventud, había exigido el respeto de un Bernabéu que acabó pidiendo la hora. Con todo un Madrid jugando en casa pero encerrado en su área con un jugador más tras la infantil roja directa a Rodrigo, con un gol de ventaja entre las numerosas ocasiones desperdiciadas por los visitantes en la segunda mitad y el gol de Benzema en fuera de juego antes del descanso. El resultado no reflejó la demostración de fútbol y amor propio de un bloque sobre el que, a pesar de una temporada deprimente, se puede llegar a construir un proyecto.

Se había instalado el silencio en el Bernabéu, en una tarde fría en la que la lluvia había evitado el lleno en un partido trascendente por el título. Hasta el célebre miedo escénico, convocado con la voz rotunda de Plácido Domingo en el himno del centenario „«que sepa el universo cómo juega el Madrid»„, parecía evaporado. El Valencia se recreaba en tres cuartos y Paco Alcácer, levantando los brazos, recordaba al resto que hacía falta profundidad y colmillo, que el Real Madrid estaba ofreciendo una de esas oportunidades que se deben agarrar al vuelo.

Tras el gol de Cristiano, todo era inocencia y desdicha en el Valencia. Se sucedían los resbalones „incluso a puerta vacía„ y el segundo tanto madridista vino en fuera de juego y con Abdennour noqueado en el suelo. Esa acción, una losa psicológica cercana al minuto 45, desquició a los valencianistas. Los jugadores protestaron airadamente a Fernández Borbalán como pocas veces lo han hecho este año. Mustafi, el más activo, hasta buscaba consuelo en alemán con Toni Kroos.

­La frustración por la polémica sacó a relucir el coraje. El Valencia salió más vertical, menos contemplativo, en la segunda mitad. El golpe franco de Parejo al larguero, el poste de Alcácer, un aviso de André desde la frontal, el gol de Rodrigo. Sin embargo, pese a sus deficiencias estructurales, al Madrid le bastaba con la inercia, la del tercer gol, a la contra, de Cristiano. El tanto vino acompañado con el rugido del portugués, un multitudinario «uuuuh» coreado por la grada.

Pero el Valencia, ayer, parecía llevado por el mito de Sísifo, aquel que hizo enfadar a los dioses y fue castigado a empujar perpetuamente montaña arriba un peñasco gigante que una vez llegado a la cima caía de nuevo al valle. Ni con el tercer tanto ni con la expulsión de Rodrigo por llamar "cagón" al asistente, el Valencia dejaba de empujar. En los minutos finales Zidane dio entrada a Arbeloa, jaleado como uno de esos jugadores de raza, estilo Juanito, supervivientes en un club convertido en multinacional. Pero la única alegría que tuvo el madridismo fueron los goles del Levante al Atlético. Lo demás, el sufrimiento sometido por un Valencia valiente.