En el verano de 1984 existía una cosa llamada aburrimiento. Lo más emocionante que podía pasar es que Albano y Romina Power acabaran almorzando en el bar Los Checas, como en el verano del mundial 82. Desde el bar Los Checas se veía Mestalla y su clamor de multitudes ausentes. Para mí, agosto poseía una textura difícil. Sólo tenía sentido bajo la sombra del Trofeo Naranja y la espera. Al menos una vez por semana Españeta ponía gasolina en la esquina de Gorgos con Clariano. Conducía una furgoneta blanca con un escudo inmenso del Valencia CF. Ver pasar la furgoneta era como ver a Dios. Mientras echaba gasofa, Españeta respondía a todas mis impertinencias. Era el primer Valencia post Kempes y el club atravesaba una crisis descomunal. Para un niño de doce años enfermo de fútbol y aburrimiento, hablar con Españeta era un alivio, una manera de sostener la bandera, un orgullo que lo ensanchaba todo. Ya era un mito, pero él no lo sabía.

Con el tiempo, aquel tipo humilde y sencillo que había firmado más balones que nadie siguió a la suya, engordando la bondad, la calidez, la simpatía honesta que distingue a los más grandes. En un club tan necesitado de rostros humanos que aligeren la sospecha y la estafa del fútbol moderno, Españeta siempre fue el símbolo por antonomasia, el barro del Valencia que nos enamoró, la necesaria candidez para no desertar ante tanta hipocresía.

Durante décadas, Españeta ha sido nuestro particular Sancho Panza, y no sólo por su apariencia física. Representaba lo terrenal, el sentido común, la lógica de la sabiduría popular no contaminada por la prepotencia y el desvarío. Cuesta imaginar un Valencia sin Españeta pero todos sabemos que eso no sucederá jamás. Pasarán jugadores, entrenadores y presidentes pero Españeta seguirá en el imaginario sagrado de Mestalla. Es, como el célebre escudero de don Quijote, un mito atemporal e icónico. Su leyenda no ha hecho sino comenzar.