El Valencia es un equipo desesperado ya a inicios de septiembre, la época de las expectativas, con apenas tres partidos disputados en un calendario que parecía amable. El equipo de Pako Ayestarán ha encadenado ante el Betis la tercera derrota consecutiva en un encuentro en el que se unieron, a partes iguales, los visibles defectos estructurales de un proyecto hecho a brochazos, junto a la crueldad de haber acariciado una remontada en el peor de los escenarios posibles: de nuevo con infortunados (Gayà, con un golpe de calor) en la primera parte y con un jugador menos por la expulsión de Enzo Pérez.

Lo que parecía el inicio de la reconciliación entre la hinchada y el Valencia, con un estadio volcado con su equipo en los últimos minutos, tras reactivar Munir un partido repleto de imperfecciones, ha acabado por convertirse en otro ejercicio de impotencia del colista de Primera.

La afición acudió a la cita en generoso número pese a que todos los estímulos eran descorazonadores: amenaza de insolación y un equipo espeso que aún no ha aprendido a puntuar. Con palmitos y periódicos a modo de abanico, la hinchada aplaudía la voluntad del Valencia en los primeros minutos, en los que parecía arrinconar al Betis con más pundonor (las individualidades de Santi Mina), que ideas. El orgullo de los locales era un oasis en medio del desierto. El más mínimo despliegue de los rivales señalaba unas deficiencias que no se sanan ni con el fichaje urgente de centrales de postín.

Las llegadas fáciles del Betis, las imprecisiones en pases sencillos y las precipitaciones empujadas por la ansiedad (como sacar un córner sin esperar a que Garay y Mangala se incorporen al remate) acercaban el partido a su desarrollo temido, con un ambiente cada vez más irrespirable. No habían pasado ni 20 minutos cuando los jugadores de los dos equipos, aprovechando la lesión de Brasanac, acudían a la banda en busca de botellines de agua.

Fue Rubén Castro, escorado en la banda izquierda, sabedor de las limitaciones defensivas de Joao Cancelo, quien armó en una contra el eslálom que le permitió definir a placer ante la salida del reaparecido Alves. Noqueado por el gol, el Valencia empezaba a vagar sobre el campo con un trote triste que recordaba al del final de la temporada pasada, cuando bajaba los brazos tras encajar los primeros goles. El contratiempo de Gayà antes de acabar el primer acto, la infantílisima expulsión de Enzo Pérez con una temeraria patada que deshonra el brazalete que le cayó en suerte con un grupo en descomposición, aumentaban al límite la tensión contenida de la grada, rematada con el 0-2 a la contra de Joaquín.

Y entonces, cuando el destino parecía escrito, apareció del banquillo Munir El Haddadi. Dos chispazos de calidad del chaval de Galapagar en su debut despertaron al gigante atormentado. El disparo al larguero del delantero cedido por el Barça tuvo continuación con el tanto de Rodrigo. Quedaba tiempo y Mestalla comenzaba a rugir con los decibelios de cuando se peleaba por metas nobles. Con todo perdido, jugadores y aficionados se aferraron al orgullo, el último refugio cuando nada queda. El Valencia resistió de tal forma que, después del tanto del empate de Garay, la victoria parecía acariciarse con los dedos. Con el tiempo cumplido, y los locales completamente vaciados por el esfuerzo, el Betis marcaba el tercero a la contra. Sin ganas de aplaudir ni silbar, los aficionados abandonaron el estadio con la sensación de estar soportando una condena.