Mestalla duele. Al Valencia su escudo no le fortalece ni le impulsa, le somete y le ahoga. Arrastrar el peso del club «blasonato» „con solera„, tal como le pedía el sábado Cesare Prandelli, sumerge a un equipo demasiado joven, desestructurado e increíblemente caro en un vértigo que ya es irrespirable. Ni el Granada, que llegaba colista y sin haber ganado todavía, logra menguar la pesadilla en la que se ha convertido comparecer cada dos domingos en su casa, ante su gente. De los últimos ocho encuentros como local, solo se ha ganado uno, de penalti y en el último minuto, ante el Alavés. El resto, seis derrotas y el empate desesperado de ayer.

La historia es conocida y se reincide en ella de forma martilleante. El Valencia sale con la actitud apropiada y con la grada con la paciencia castigada pero renovada, expectante por ver si esta vez cuela. Pero la fe va diluyéndose con el paso de los minutos. La frustración de la inoperancia atacante se agita con una pizca de histeria arbitral que enrarece el ambiente. Y a los 30 minutos las piernas están agarrotadas y la mente de los jugadores es un volcán. Entonces sobrevienen las imprecisiones, los errores surrealistas en entregas fáciles que generan contragolpes rivales y el hundimiento del gol visitante, siempre segundos antes del descanso. Así es el infierno, según Mestalla.

La segunda parte amenazaba con ser un desierto, y justo cuando desde la Curva Nord se entonaba el «Peter vete ya», Parejo y Nani fabricaban el gol del empate. Los 40.000 espectadores recuperaban, de una sacudida, varios años más de esperanza de vida. La clase de Munir recortando desde la banda derecha hacia el centro, para buscar su disparo de zurda, eran una invitación, por fin, al optimismo. Prandelli quiso aumentar esa presión con la entrada de Bakkali, jugador de media hora pero de recorte eléctrico.

La afición entendió qué hay realmente en juego en este momento tan trascendente para el Valencia, ya no simplemente como equipo sino como institución. En el minuto 75, aunque el efecto del empate se hubiese evaporado, empezó a animar con mucha más fuerza. Tal como habría hecho uno de los espectadores más añorados, el irreductible Jorge Iranzo, el aficionado de la elegancia, la fidelidad y los kilómetros „¡qué bella pancarta, chicos de la VCF Sud!„. Iranzo fue homenajeado con un minuto de silencio muy sentido. Por él y por el suecano Paco Sendra. Por un Valencia que lo han cambiado. El cronómetro se prolongó hasta el minuto 94 pero no hubo manera de marcar el gol que permita respirar.

De esta decadencia, cada vez más dramática, se sale con recetas sencillas. El compromiso de la grada es claro, no dejará caer a su equipo. Prandelli tiene detectado el problema, pero necesita de trabajo, tiempo y de decisiones sensatas de una cúpula dirigente distraída en cazar enemigos invisibles mientras se acelera la autodestrucción.