A Quique Sánchez Flores (Madrid, 5-2-1965), un tipo racial, no le gustaba nada perder al mentiroso, ese clásico juego de cartas cuya afición compartía en largas concentraciones durante su etapa como futbolista años ha. Quizá por ello el Espanyol, rival hoy en Mestalla (12.00 horas) , sea el quinto equipo de la Liga que menos partidos ha perdido.

Quique es un carácter. Una persona emocional. Pura pasión. Ya lo demostró como jugador y ahora como entrenador. Los equipos a los que dirige llevan su sello. Es un técnico de sobra preparado, carismático, discursivo y perfeccionista. Pero por encima de todo es metódico. Sus equipos se articulan desde la defensa y son atrevidos en ataque. La armonía defensiva es lo primero. Luego, una transición rápida en el centro del campo y definición arriba.

Obsesionado de la preparación física y preocupado en todo lo que rodea a los jugadores, desde la alimentación hasta el descanso, piensa que el futbolista es, ante todo, un atleta. El propio entrenador se ha puesto en más de una ocasión a tirar del grupo durante un ejercicio físico a modo de ejemplo.

A Quique le gustan los partidos controlados y los marcadores cortos, quizá por ello se le tildó injustamente de barraquero durante su etapa en Mestalla durante los años 2005 a 2007. El técnico cumplió de sobra los objetivos en el banquillo del Valencia, pero pagó demasiado caro el desgaste de un enfrentamiento con el director deportivo del club, Amedeo Carboni, la incapacidad del presidente de la entidad, Juan Soler, y su propia desconexión personal con la grada. Quique se aisló. Y lo pagó caro.

El que durante sus años de jugador fue el niño mimado de Mestalla, fue el entrenador maltratado. «Quique vete ya», exclamaban. El técnico sufrió una traumática salida del club. Su destitución fue nocturna, tras una derrota ante el Sevilla. «Pierdo un cargo pero gano una vida», fue su epitafio.

Quique fichó como entrenador del Valencia en verano de 2005 de la mano de Javier Subirats. Para sustituir a Claudio Ranieri. Fue su apuesta personal. En su etapa como jugadores, el entonces director deportivo y el técnico formaban una mítica banda derecha que cautivó Mestalla en los años ochenta. «Subi torero y Quique, banderillero», se escuchaba en la grada. El objetivo era recuperar la dinámica ganadora tras los años de bonanza deportiva. El reto era volver a clasificar al equipo para la Liga de Campeones. Y Quique cumplió los objetivos.

Sin embargo, la presión característica de un banquillo eléctrico como el de Mestalla, pudieron incluso hasta con un tipo como Quique. Poco después de empezar la temporada 2007-2008, y tras aliarse con el presidente Juan Soler para lograr la salida del club de Carboni, el entrenador perdió la confianza y la credibilidad del vestuario. En entrenador prescindió de dos de sus colaboradores, el entrenador de porteros, Emilio Álvarez, y el preparador físico, Paco de Miguel, y comenzó a firmar su sentencia de muerte. Una derrota 3-0 en Sevilla, con una alineación que el propio Soler entendió como una provocación, fue el detonante de su marcha.

Tras ello, Quique se marcó al Benfica portugués, equipo con el que logró su primer título como entrenador „la Copa de la Liga„ y donde ganó exactamente la mitad de los partidos en los que dirigió al conjunto lisboeta. Sin embargo, fue en el Atlético de Madrid, club al que llegó en 2009, donde se consagró como entrenador.

Con el Atlético, Quique logró ser subcampeón de la Copa del Rey y campeón de la UEFA, venciendo en la final al Fulham inglés (2-1), logrando el primer título europeo de los rojiblancos tras 48 años. Incluso levantó la Supercopa de Europa derrotando al todopoderoso Inter de Milán. Quique, que estaba llamado a hacerse grande con el Valencia, lo hizo en el equipo que ocupó el hueco que dejó el club de Mestalla.

En junio pasado, tras su aventura árabe e inglesa, Quique fichó por el Espanyol. El objetivo del club blanquiazul en este primer año es quedar clasificados entre los diez primeros. Van undécimos. En esas están.