El valencianismo acabó anoche exhausto. Los jugadores con las piernas temblorosas tras una entrega descomunal. Los aficionados afónicos, con el pulso aceleradísimo después de un partido que empezó rebosante de lujuria y que acabó siendo un emocionante ejercicio de resistencia victoriosa. El triunfo es de esos, tan memorables y felices, que quedan en el recuerdo colectivo. Una de esas victorias que no dan títulos, pero que son momentazos generacionales que perduran para siempre. Como aquel triunfo de hace justo 25 años, también en Mestalla, también contra el Madrid, también con Voro (como jugador), también con un 2-1 que pocos olvidarán.

Por mucho que el Valencia parezca sumido en una eterna resaca, en las citas de altura renace toda la cultura competitiva de club grande. A pesar de que el Real Madrid haya dejado de ser un rival directo, aunque el Valencia ya no contemple en un horizonte cercano volver a pisar la Champions. El mismo equipo que ha sufrido pesadillas ante rivales de medio pelo, agitó de inicio una tremenda tormenta contra un Real Madrid que comenzó el partido sobando el balón con la autoridad que le otorga su racha imperial de esta temporada, asumiendo que la de ayer era otra tarde más en la oficina.

Los dos goles, en ocho minutos, despertaron escenas que no se recordaban en el estadio. En su conversación con Levante-EMV, hace apenas dos semanas, Simone Zaza reconocía con honestidad que no era un delantero de alta clase, que sus estadísticas goleadoras no eran elevadas, pero que no entendía el oficio sin un componente de sacrificio que no admitía medias tintas. «Mi piace fare casini», admitía en italiano, en una expresión que se puede traducir como causar alboroto, ir al lío, ser incómodo, molestar. A los cuatro minutos, el Expreso de Policoro pasó puntual por el área madridista para sellar un gol de delantero puro. Control de espaldas y volea de media vuelta para enviar el balón a la escuadra larga. Mestalla era el infierno dantesco con el que al delantero italiano le gusta definir su nuevo campo. Sin gasolina, después de forzar uno de los dos posibles penaltis no pitados, fue despedido con una ovación que era señal de agradecimiento y respeto.

Ese elogio del sacrificio grupal que encarna el antihéroe Zaza, que continuó incordiando sin pesarle que tuviera una amarilla, lo hizo suyo por entero el Valencia. Movido con pasos de vals por Dani Parejo, sujetado por un Enzo Pérez con los ojos inyectados en sangre, Voro ha logrado que este equipo ataque y sufra como un bloque. El Valencia está lleno de imperfecciones, pero se mueve en manada. Un caso perfecto es el de Munir. Etiquetado como uno de esos talentos de participación intermitente, y siempre para su lucimiento individual, anoche corrió como un jabato, con una obediencia táctica encomiable. Otro ejemplo es el segundo gol, en un contragolpe de manual guiado por la clarividencia de Nani en el último pase (ya lleva 6 asistencias). Orellana, cuyos 60 minutos de autonomía física son oro, ejecutó ante Keylor.

Por Mestalla sobrevolaron todos los estados de ánimo posibles. Del desenfreno concentrado en dos goles y dos claras ocasiones para el tercero, se pasó a un sufrimiento que se hizo largo, inabarcable, con la sensación de orfandad que dejó la lesión de Nani, unida a la inquietud psicológica del gol de Cristiano en el minuto 44. El astro portugués, insaciable, se creció ante la mofa de Mestalla en cada disparo errado.

La sensación de vulnerabilidad local se acrecentó con la asfixia física que desprendía el Valencia ante tanto derroche, y que no se contrarrestó con los cambios, ante las severas limitaciones de Siqueira y Mario Suárez. Voro señalaba en la previa que el equipo debía poner la vista también en los partidos que esperan en seis días, ante Alavés y Leganés. Pero con el Madrid delante, es tal la excitación, que no se regatea ningún esfuerzo. Munir, Enzo, Parejo... iban cayendo como pajaritos al césped, cosidos a rampas.

El plus restante para fortificar la resistencia lo puso la afición. Mestalla estuvo de bandera. Con furia oceánica presionó sobre todo en el último cuarto, cuando el Madrid no dio tregua en su asedio final. Habrá que creer que fue ese viento ensordecedor el que desvió el necesario palmo el remate de Cristiano. Seguro que fue ese rugido centenario.