El Barcelona impuso la lógica, pero el Valencia perdió con la frente levantada, sin un solo gesto cobarde que reprocharle. Voro González pidió a sus jugadores en la previa valentía para jugar en el Camp Nou, ese escenario en el que la pelota nunca sale y siempre suele ir pegada al pie de los azulgrana. Carlos Soler captó bien el mensaje. Entendió el canterano que el debut en un escenario de esa magnitud solo entendía de atrevimiento. Que había que hacer caso a Johan Cruyff, tótem barcelonista, en eso de saltar al campo y disfrutar. Con ansia de comerse el mundo, Soler enganchó en el 8 el rechace que desvió como pudo Ter Stegen. Esa misma ambición le llevó a filtrar, cuando el tiempo se creía cumplido y con el doble hachazo del inmediato 2-1 y la expulsión de Mangala, el exquisito pase que en la prolongación de la primera parte que acabó en el gol del 2-2 de Munir.

Así se presentó el Valencia. Con coraje para tocarla en campo rival. Ágil con ese movimiento de ajedrez de Voro para esconder a una pesada torre, como Simone Zaza, y sorprender con otro alfil, como Munir. Con los dientes apretados de Mangala para emular a Fabián Ayala en el testarazo que se transformó en el 0-1. En defensa cundía el desacierto, solo salvado por el compromiso común. Hasta Orellana, poco ducho para dar el último pase, sacaba la pelota bajo palos si era necesario. El caudal ofensivo barcelonista, algo atascado, cobraba vigor con las sangrantes limitaciones de la zaga visitante.

El Barcelona ha perdido casi toda la frescura poética que le instaló Pep Guardiola, pero le han crecido los colmillos. Una metamorfosis estilística que aparece para sacar una falta mientras Garay atendía la charla del colegiado, o para empatar en una jugada nacida de un saque de banda. Por esa misma banda derecha en la que naufragaron Cancelo, Montoya y Garay, el Barça atacó reiteradamente. Mangala fue quién pagó el pato al ver la roja por tener que agarrar a Luis Suárez para tapar una desatención más de su compañero en defensa. La pillería que llevó al 1-1 no se explica con la abismal diferencia presupuestaria entre las dos instituciones. Es una cualidad a la que recurren para sobrevivir los equipos humildes. Ahí jamás te puede sorprender el Barcelona.

Neymar, muerte de un miliciano

Sin la honestidad de los Xavi y Puyol, con el protagonismo de Iniesta ya menguante, la seducción del equipo que derrotaba a los rivales por simple hipnosis se ha resentido. Es un equipo afilado con el temperamento de Luis Enrique y un Luis Suárez que domina los códigos del juego de la calle, pero que muestra también el reverso antipático de algunos de los actores que han dado un paso al frente en la renovación de su liderazgo interno. Y ahí despunta Neymar Jr. El brasileño fingió dos penaltis, sin castigo por la ficción, dibujando en uno de ellos el escorzo teatral de aquella célebre fotografía de Robert Capa en los primeros meses de la Guerra Civil. Todavía hoy se debate si la «Muerte de un miliciano» fue un impecable montaje. La repetición televisiva desmontó la trampa del brasileño.

La renta era jugosa, pero 45 minutos por delante con inferioridad numérica son una eternidad oceánica en el Camp Nou. Messi puso el tercero en una jugada en la que Abdennour no tapó el remate que le venía por su pierna en apariencia buena, la izquierda.

Chema Sanz, técnico asistente de Voro y un optimista irreductible, apuntaba esta semana en Levante-EMV que el Valencia podía elegir de qué manera ganar o perder en el Camp Nou. Y que en ambos casos tenía que ser de pie. Soler dirigió un par de contragolpes con mucha intención. Los cambios acentuaron ese mensaje, con la entrada de Zaza y Bakali. Alves aguantó con sus estiradas la idea utópica de un empate. Y la sentencia final del Barça vino en una contra, con los blanquinegros volcados. Nunca hay que sacar pecho en una derrota. Pero a este Valencia hay que reconocerle la dignidad.