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Los halcones perdieron

A Jaume Ortí lo abroncamos en una presentación cuando los presidentes todavía hablaban (me incluyo porque si nos decimos pueblo para lo bueno también deberemos colectivizar para lo no tan bueno). A Ortí le creímos presidente florero no pocas veces. De Ortí nos tomamos a chufla aquella llamada al abrazo y la concordia entre Amadeo Salvo y Vicente Andreu en una junta lastimosa. Sí, a Ortí se le dijeron todas esas cosas. Y no hay de qué arrepentirse. Fue normal. La vida no es compatible con los obituarios. Presidir, incluso expresidir, supone gestionar desagravios cada día. La diferencia respecto a otros es que Ortí los supo digerir con una dignidad inconmensurable.

A nosotros que nos gusta tanto reprocharnos como pueblo, acuchillarnos si hace falta, la relación con Ortí nos debería dejar la conciencia tranquila. Mestalla fue cálida con él. Su masa, líquida una vez sale del estadio, desperdigada por centenares de localidades y millares de ubicaciones, fue especialmente generosa con él. Supo cuidar su cariño. Las páginas de decesos están llenas de buenas palabras, pero Mestalla las atiborró de letras mucho antes. Sé que es más sencillo mirarnos como unos bárbaros, pero no puedo imaginar una relación más idílica, más recíproca, entre una afición y un dirigente. Una asociación ejemplar.

Se dice de Ortí, por hacer síntesis, que fue el presidente de los grandes éxitos, de la época más gloriosa y tal y cual. No creo que eso sea lo relevante de su mensaje. Desde luego sí fue el contexto que catalizó el afecto general. Pero los títulos que Ortí levantaba (con inercia, como por una suerte divina que los sucesores no desentrañaron) no son el principal legado de su tarea.

Murthy dice que «intentaremos trabajar duro para que esa época de éxitos que hubo con Ortí vuelva a llegar algún día». Época de éxitos? Algún día? Pero no es eso, es otra cosa.

Lo relevante en él, intuyo, era su manera de practicar el poder. Todo argucia frente a los halcones. La debilidad que le hacía fuerte. Ante el exceso de dirigentes inclementes, aupados a los altares del ego, un señor atrincherado en su ventaja competitiva: no estar ahí para para exhibir mando, no estar ahí para darse el pelotazo, no entender el cargo como un rodillo que confiere superioridad sobre los mortales, sentir en lugar de ejercer.

Ante quienes pudimos imaginar que Ortí era un presidente cogido por alfileres, con un poder demasiado frágil, vino a demostrar que en ocasiones la concordia es mucho más letal que la soberbia. Su gran victoria.

No soy capaz de interiorizar la política deportiva del presidente Ortí, ni su política económica, no reconozco ahí su método. Sí lo veo en lo demás, en lo de alrededor, enfrentándose a poderes fácticos que se tomaban a coña sus machadas tras algún atraquito en campo ajeno. Desconocían aquellos que Ortí estaba amasando una energía inmensa alrededor de su equipo y su entorno.

Por esta vez, y sin que sirva de precedente, los halcones perdieron. Ganó Ortí.

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