En la semana del cuarto aniversario del fallecimiento de Luis Aragonés, Atlético y Valencia desplegaban su juego honrando el rico legado contragolpeador del genio de Hortaleza, figura totémica del club colchonero, continuada con el relato del Cholo Simeone, pero con impronta incluida en Mestalla, en la inolvidable primavera del 96.

Ambas escuadras se movían con limpieza orquestal, sin descomponer una vigilancia, sin forzar un error. El manido concepto del «espectáculo» en el fútbol no siempre se asienta sobre la victoria del talento, sino también en la relajación de las buenas costumbres tácticas.

Lo que para el espectador es un divertimento, para los entrenadores muchas veces es un tormento.

Por eso sería un error calificar el 0-0 con el que se cerraba la primera mitad como un acto aburrido. El partido no registraba apenas disparos a puerta, pero rebosaba detalles.

Destacó la cobertura oceánica del fútbol de Geoffrey Kondogbia, que salía vencedor de todos los duelos, cortando balones y saliendo airoso de la presión de varios contrarios con maniobras que parecían pases de baile. Parejo jugaba de Parejo, era el termómetro que calmaba el ímpetu colchonero.

Toni Lato y Maksimovic, en posiciones que no eran las suyas, metían la pierna con bravura y cumplían con eficiencia robótica su cometido en la pizarra. Diego Costa y Gabriel Paulista, con episodios de chispazos violentos en la temporada 13/14 en el Villarreal-Atlético y en la 15/16 en un Chelsea Arsenal. Un historial de provocaciones, manotazos e insultos entre compatriotas. Anoche se evitaban en la vigilancia de los córners (Gayà era el marcador de la bestia atlética) y cuando coincidieron en el túnel de vestuarios, charlaron amigablemente.

El único lunar (pérdidas de Santi Mina, aparte) entre el orden blanquinegro era la chispa, ausente, de talento en ataque. Sin Guedes, con Soler y Rodrigo en el banco, al Valencia le sobraba previsibilidad, por mucho que los movimientos de Zaza de espaldas a Oblak fuesen siempre acertados o rematase de pecho. E

sa descarga de electricidad llegó con el derechazo de Correa a la escuadra de Neto. Era la única manera con la que se podía romper la palidez marmórea del marcador. El Valencia se lanzó, con más ideas con Soler y Rodrigo pero con menos piernas, se lanzó a esa aventura en la que fracasa casi toda la Europa futbolística: marcarle un gol a un equipo que en casa no recibe más de un tanto desde hace un año.

La ración arbitral

El debate arbitral, que suele aposentarse en la ciénaga argumental, estuvo presente también en el Wanda. Es un clásico de este duelo. Iglesias Villanueva (el del no gol de Messi repetido en bucle), no vio el penalti de Neto a Godín, que acabó accidentalmente desdentado. Pero también obvió la falta a Santi Mina que originó el gol rojiblanco y patrocinó el indulto generalizado de tarjetas en los locales, coronado con la expulsión perdonada a Gabi.

Pero si el Valencia perdió fue porque, a pesar de la solvencia arquitectónica del 4-4-2, le faltó el picante, el colmillo, que distinguía a los equipos de Aragonés. Fue un homenaje incompleto. «Y ganar, y ganar, y ganar, y volver a ganar, y ganar, y ganar, y ganar. Y eso es el fútbol, señores». O como diría otro maestro añorado, JV Aleixandre, el Valencia «fue un all i pebre con mucha patata y poca pebrera».