«Imposible, Imposible, Informática Imposible» anunciaba a gritos en el descanso el «speaker» de la Rosaleda. Una cuña publicitaria que parecía llevar un mensaje implícito hacia los 200 valencianistas desplazados a Málaga, ante la velada que estaban sufriendo tras cruzar la península en autocares. Parecía imposible, tan imposible como en Eibar, Getafe o Las Palmas, pero Francis Coquelin llegó al rescate, después de estar presente en cada palmo del terreno de juego. Parejo cambiaría la pesadilla en victoria desde los once metros.

La deshilachada cuerda de la que tiraban ayer el equipo que nunca marcaba, el Málaga, y el conjunto que siempre encaja goles, el Valencia, se rompía en contra, de nuevo, del equipo de Marcelino. El grito desesperado de quien quiere salvarse era más convincente que el agotamiento de quien subió a la cima de manera frenética. La cabeza con el flequillo rubio de Brown Ideye, delantero nigeriano reclutado como cedido de la liga china, llegaba a todas las disputas aéreas, hasta que encontró el tesoro perdido.

Desde el 19 de noviembre, cuando derrotó por 3-2 al Deportivo, que el Málaga no marcaba un gol y no lograba ganar en su estadio. Las malas rachas prolongadas no obedecen a casualidades, reconocía Marcelino, que prefería fijarse en la lectura entre líneas de las aparentemente catastróficas estadísticas de un rival que cedía derrotas por la mínima y en partidos muy competidos.

Lo que el Valencia se encontró fue a un destacado colista que activó el protocolo de supervivencia. La atmósfera en la Rosaleda no era la de una noche de diversión, estuvo determinada por la devoradora necesidad de vencer, de continuar respirando. Así se vio desde que los locales empezaron a calentar al ritmo del Thunderstruck de AC/DC. Cada fricción era respondida con energía desde una grada que protestaba, animaba y que iba decantando el color del partido hacia los suyos. El Málaga empezó pálido el partido pero con directrices muy sencillas, aperturas a banda, centros y juego directo, fue comiendo el terreno. El ímpetu malagueño era suficiente para contrarrestar a un Valencia frío en revoluciones. Solo Coquelin, fuerte de pulmones, atento siempre al corte, y las aventuras individuales de Guedes, que entre requiebros trataba de perfilar uno de sus disparos esquinados, reactivaban a los visitantes. La herida volvía a sangrar por la banda derecha, en la que el remedio de Vezo no funcionaba ante la pillería experta del Chory.

La afición valencianista desplazada, con presencia de pancartas de Alberic, Utiel y la del peña del «Facebook», empezó animosa pero se fue diluyendo ante la evolución fatalista del partido. La alusión a los recuerdos mágicos que evoca este estadio, con los goles del Ratón y Fabio Aurelio para campeonar, no resultaba una superstición fiable, hasta el punto que cuesta reconocer el estadio que era en 2002, remodelado de arriba a abajo. Pero, a diferencia de lo que canta Sabina, uno sí debe volver a los sitios en los que uno ha sido feliz.

En la segunda parte, Marcelino quiso sacudir el dominio blanquiazul, que seguía siendo constante, sacando a Rodrigo y el confirmado suplente Zaza. No faltó corazón, sobre todo en Gayà. Los titulares de «crisis» ya planeaban cuando Coquelin y Parejo obraron la remontada. «Que bote Mestalla», cantaba la Resistencia, finalmente vencedora.