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Tango etrusco

Tango etrusco

Es curioso cómo el paso del tiempo acentúa los recuerdos de infancia. Con el transcurrir de los años, las imágenes del pasado se vuelven cada vez más nítidas. No sabría decirles qué cené el jueves, pero sí podría explicar con toda riqueza de detalles, por ejemplo, miles de vivencias del cole. Caligrafías Rubio, Espinete, Oliver, Benji y cromos imposibles en la Plaza Redonda. Pero, sobre todo, la EGB me retrotrae a los partidos de fútbol que jugábamos en la hora del patio. Eso sí que eran clásicos.

Los inicios no fueron sencillos. Ocupábamos un espacio marginal de la zona de juegos concebida para las clases de educación vial. Así que además de regatear al contrario había que hacer frente a bordillos, isletas y algún que otro desnivel del terreno. Tampoco teníamos balones, no vayan a creerse. Desde la distancia, veíamos a los mayores con su Tango Etrusco. A nosotros no nos quedaba otra que elegir la piña más redonda posible, huyendo siempre de las acabadas en punta porque esas te podían sacar un ojo. Si no encontrábamos una piña reglamentaria, otra buena opción eran las pelotitas verdes que crecían en los setos. Dos mochilas en el suelo hacían de improvisada portería. La de Chiringuitos que podría montarse Pedrerol con los tiros a puerta que pasaban justo por encima de una de las carteras. ¿Era o no era gol? Y así nacimos al fútbol. Sin camisetas serigrafiadas con el nombre de la estrellita de turno. No hacía falta presumir de escudo porque en clase todos sabíamos de qué equipo era cada uno.

Eso sí, la infancia y adolescencia de los que militábamos la liturgia de Mestalla fue más compleja que la del resto. No es sencillo crecer teniendo como única gran alegría aquella remontada al Real Madrid en dos minutos de apoteosis. Ni un solo título. Ni una miserable Copa del Rey. La de noches que me metía en mi habitación sin cenar cerrando de un portazo y lloraba desconsoladamente con ganas de arrancar -pero sin hacerlo- el póster oficial de esa temporada. El disgusto del gol de Alfredo en la reanudación de la final del agua contra el Depor sigue siendo una herida que ni el tiempo, ni las cartujas o los dobletes han logrado cicatrizar.

Ya no sufro así con el Valencia. Vivirlo desde dentro cambia la perspectiva. Pero sé que dentro de poco volveré a padecer como cuando era niño. Junto al sol solet o la música de la Patrulla Canina, mi hija Laia tiene el Amunt València en su particular spotify. El pequeño Fran ya se pone su camiseta con el murciélago en el pecho y será del Valencia.

Sé que sufriré si ellos sufren. Por eso hoy me sale la sonrisa tonta. Hemos vuelto a Champions. Y siendo de un equipo Champions, es más fácil salir a jugar al patio. Siendo de un equipo Champions, seguro que Laia y Fran no tienen que esperar casi 20 años para celebrar un título. No me gustaría eso para ellos. Les quiero demasiado.

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