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a construcción de la ciudad sobre un territorio culturalmente fértil implica la necesidad de atender al equilibrio entre dos condiciones propias de la civilización: la transformación y la permanencia. Transformación que permita por un lado afrontar nuevos retos, situaciones distintas, apoye el cambio -en ocasiones tan necesario- , facilite adecuarse a las situaciones tan diversas que se dan en el tiempo, a las tecnologías propias de un momento de la historia; cuestiones todas ellas que implican la variación de la forma, el cambio de lo anteriormente establecido, la transformación del paisaje. No debemos mantener recelo en principio sobre esta idea de transformación necesaria del territorio -el cambio nos habla de que existe vida-; pero ese cambio es fecundo ética y económicamente siempre que garantice el mínimo sacrificio económico, rentabilice lo existente y permita conservar aquellos valores que forman parte de su memoria histórica de una sociedad; memoria que reside de muy distintas maneras en los propios individuos, también en los libros, pero sobre todo en los objetos, elementos y artefactos que identifican un lugar, en lo que entendemos por bienes patrimoniales; sobre todo en aquellos territorios como el nuestro cargados de historia, de vida y de cultura.

Es imposible conservarlo todo, como absurdo el musealizar el paisaje o paralizar la transformación del territorio -síntomas que indican que la sociedad no confía en ella misma para crear un nuevo paisaje-. Pero si ello es imposible, también debiera serlo el robar la memoria, aquella que reside en la presencia de ciertos elementos que caracterizan el paisaje que acompañan la vida del ciudadano. Formas, geometrías, volúmenes, texturas, cursos de agua, perfiles de árboles centenarios, sombras en las que cobijarse y vivir, amar, leer o atender a una amable conversación.

Evidentemente en esa dualidad: transformación y permanencia, o en cualquier otra que vincule pasado con futuro, lo actual aparece como un instante entre ambos; es quizás lo menos trascendente, podríamos decir que es una anécdota entre el pasado y el devenir. Pero una anécdota que condiciona el futuro y puede destruir el pasado. Por ello hemos de ser conscientes de que la premura es mala consejera en el momento de intervenir sobre la ciudad. Nadie se acordará de las razones peregrinas para destruir un jardín: se acordarán los ciudadanos de su destrucción, quizás haya protestas más o menos aisladas -la sociedad esta muy mediatizada y acostumbrada a perder.... , o visto de otra manera, a ganar comodidad, simpleza, alienación-. Más adelante esa sociedad perderá la memoria y seguirá la vida; pero una vida más pobre, sin el valor de ese patrimonio perdido para siempre por una premura irresponsable, quizás por la premura en un plan pomposamente presentado para crear un empleo ocasional que mete hormigón, bordillos, asfalto y poco más.

El ataque que los restos del arbolado y la propia traza del Huerto de la Estrella (en Marxalenes) está recibiendo en estos momentos es un ejemplo de estas premuras y falta de criterio en la planificación detallada de la ciudad, como hay tantos y tantos casos en una ciudad como la nuestra; una ciudad viva, en fuerte transformación hasta hace poco, ajena a la reflexión, atacada por la urgencia y bastante ausente a los valores del patrimonio. Y en este sentido es paradójico que los elementos patrimoniales estén siempre donde no debieran estar: están mal ubicados los jardines de antiguos huertos, las alquerías históricas, las lenguas de las acequias principales, los molinos, etc. Siempre molestan estos elementos patrimoniales para el trazado de una carretera, para abrir una avenida, para liberar espacio sobre el cual construir un nuevo "polígono" -qué palabra más antigua- ; esas áreas urbanizables donde lo más sencillo es eliminar los vestigios de la historia, borrar el parcelario, transformar las acequias en alcantarillas, eliminar los caminos y talar algunos árboles, o en el mejor de los casos transplantarlos para dejarlos morir lentamente en un lugar más o menos apartado, fuera de vistas propensas al escándalo. Es fácil arruinar un territorio construido con esfuerzo a lo largo del tiempo.

Que interesante podría ser desarrollar el pensamiento a la inversa: observar que existe el Huerto de la Estrella y un arbolado adulto de interés, ver las posibilidades que tienen su forma y disposición, pensar cómo podríamos integrarlo en la ciudad, analizar que le podría aportar este bien a la nueva estructura urbana, no estar cerrado a solución alguna que permita una valoración del bien y por tanto de la propia ciudad, confiar en una práctica culta de la arquitectura y con ello crear una parte diferenciada de la ciudad; un lugar distinto donde identificarse los ciudadanos, donde economizar en urbanización -pues ya está construida la parte más valiosa de la urbanización- el arbolado adulto-, aquella parte que invierte lo más caro: tiempo-. En fin estamos hablando de otra ciudad y de otra gestión de los recursos. De otro sistema de pensamiento sobre lo público.