Cuando don Julio Mayordomo abrió su tienda se conformó con un local largo y profundo que alcanzando apenas los tres metros de anchura era suficiente para su propósito. Le llamó Eureka y lo calificó de cuchillería, aunque lo suyo era mucho más, teniendo en común el destino de eliminar o partir cuanto se pusiera a tiro de sus instrumentos.

En el escaparate hay una plataforma rodante cuya parte superior corona una brocha de afeitar de cuarenta centímetros de alto que, como madre peluda, acoge, como hijas propias, en los estantes inferiores, otras muchas, de tamaño normal al uso. Un gran círculo de tijeras reposa en el suelo de la vitrina y junto a él cualesquiera instrumentos cortantes entre los que se infiltra algún producto incorporado por la modernidad.

A don Julio Mayordomo le siguió don Julio Mayordomo y, finalmente, la tienda fue a parar a la última descendiente que ha mantenido incólume el estilo de la tienda y los productos estrella que la han hecho perdurar, incorporando su impronta con algunos muy curiosos elementos de cocina con los que simultanear varias tortillas o formatear toda clase de alimentos, incluidos los bombones.

Isabel Mayordomo es una chica moderna, con iniciativas; y como toda mujer actual sabe perfectamente lo que merece la pena conservar y la forma de incorporar lo que brota de la imaginación propia. Lógicamente, ha mantenido la tienda tal como la fundó su antepasado, con los paneles de navajas y cuchillos colgados en la pared de la izquierda, y utilizando hasta el último centímetro libre para ofrecer el elenco de lo que más asiduamente le es pedido por clientes entre los que se encuentran esos tan valorados: los de toda la vida.

El local queda dividido por un mostrador que apenas alcanza los cuarenta centímetros; tras él se mueve con soltura Isabel, con su rostro que expresa la alegría resultante de una mente lúcida y atrevida capaz de enfrentarse a las dificultades para conseguir sus propósitos y llegar a ser una excelente empresaria; porque además de la tienda ha conseguido introducirse en el Mercado Central con toda clase de productos para la confección de pastelería y es capaz de dividir su tiempo entre ambas cosas; aunque, reconozcámoslo, cuenta con la inestimable ayuda de su madre, Mari Carmen Giner, que en su ausencia atiende el negocio con su mezcla de eficacia y humildad; porque saber, lo sabe todo. Pero cuando se trata de recibir parabienes por algo que llama especialmente la atención rechaza todo el mérito atribuyéndolo integramente a su hija. ¿Se podrá ser más fiel y generoso que Mari Carmen?

Al otro lado de la tabla-mostrador aguardan los clientes cuyo número ha de ser, necesariamente, limitado, porque el espacio no da para más; su clientela tiene una peculiaridad consistente en que cualquier pedido despierta la curiosidad de los presentes y se crea un clima amistoso, tertuliano, que favorece las excusas y gestos de cortesía cuando hay que abrirse paso desde el fondo a la puerta de salida.

Cuestión de filo

El elenco de tijeras es impresionante; de pronto descubrimos aquellas, diminutas, que estaban en el tocador de nuestras madres con el uso restringido a sus manicuras; las pequeñas, con mango dorado y forma de cigüeña o cisne que utilizaban nuestras abuelas en sus tardes de bordados. Las corrientes, con que nos cortaban el pelo cuando éramos niños y la mayor parte de las necesidades se resolvían en la propia casa. Para peluqueros, sastres y modistas. Grandes y duras para la cocina; especiales para el papel que siempre las destroza. De filo dentado para orlar con picos el fieltro o el plástico. Y las de hoja múltiple con la que se pueden simultanear hasta cuatro tiras idénticas y son muy prácticas para desmenuzar el perejil o los cebollinos.

Las navajas; las clásicas navajas. La mayor alcanza un metro y cuelga de la pared junto a una tijera que compite en tamaño con ella. Pero de las navajas hay y que destacar las que tienen como objeto el afeitado y se guardan en estuches individuales envueltas en telas protectoras. Su sola visión evoca a los típicos barberos que cada día rasuraban las barba de los señores; un tipo de señores y barberos de los que ya quedan muy pocos.

Han desaparecido la mayoría de aquellos que preparaban la cara con las toallas calientes mientras aguzaban el filo y con diestra mano y tiempo bastante arrastraban el jabón para que surgiera una piel tersa, sin ápice de bello, de mayor duración, como no se consigue de ninguna otra forma. Pero cada vez ha sido más difícil compaginar la visita matinal al barbero con los horarios laborales y el dispendio habitual con los exiguos sueldos. Surgieron las maquinillas a las que echar mano incluso en la oficina. Más barato, más práctico. Y pasó de moda el corte de pelo a navaja que modelaba guapas las cabezas masculinas cuando aún era impensable el rapado o las crestas. Y la higiene escaló en los valores despertando el peligro de contagio de enfermedades cutáneas porque las cuchillas se fabrican con acero y carbón y requieren desinfectarse en cada caso.

Entre tanto las abren, con extremo cuidado, y aparece el filo amenazante que ha permanecido oculto en la empuñadora de madera, porcelana, baquelita, o el costoso carey.

Porque siempre hay un día que recurrir a los barberos que aún quedan... Siempre hay un caballero que conserva sus hábitos y convierte en lento ceremonial el rasurado.

Isabel conoce cada peculiaridad de sus instrumentos y las cualidades que son insustituibles. Su capacidad de valorar la convierte en un prototipo de la mujer moderna que compagina a la perfección forma y eficacia y desconoce lo que significa la renuncia. Tiene un legado que mantener y una vida propia que construir. Ambos se equilibran en la balanza de su propio tiempo. Ella sabe administrarlo al punto de parecer que lo multiplica y siendo tal imposible nos preguntamos cómo consigue partirlo y repartirlo para aprovechar hasta el último momento de sus días. ¿Con que misteriosa navaja? ¿Con que rotunda tijera?