Mediodía; la plaza de Rodrigo Botet es un remanso de paz; hay un rumor de agua que rompe el silencio; gorriones cimbrean las ramas de los árboles y las voces humanas se pierden en la angostura de los espacios confluyentes. En el número cuatro, esquina a un pasillo flanqueado de muros que aspira a ser calle, nos detenemos bajo una marquesina entre maceteros, frente a la estructura de madera dividida entre la puerta y el escaparate y accedemos a un lugar acogedor y extraño en el contexto urbano que le rodea.

Dentro, el pavimento de madera, las paredes pintadas de beige con recuadros marrones; se distribuyen muebles de diferentes estilos clásicos que hacen de expositores, mesas cubiertas por tapices bordados del siglo XVIII o delicados tapetes de encaje de Arlençon. A la izquierda, perchas con trajes femeninos para tardes brillantes o noches discretas; los maniquíes abrigan el cuello con «foulards» de seda natural, sostienen en la mano un bolso de ceremonia, ciñen dedos y brazos de sortijas y pulseras; unos espejos con mango de plata, dejados caer, algún pequeño jarrón de Sèvres... Un perfecto y calculado desorden del que emana su peculiar armonía. Un par de butacas ofrecen el rincón apropiado para entablar una charla. La tienda se llama Versalles.

Todo empezó hace muchos años; cuando la familia Galea de Cordells tenía un enorme depósito de muebles y joyas antiguas en la calle de Náquera y asomó un rostro nuevo a esta plaza con muestras de sus riqueza. Las joyas se modificaban o refundían para crear nuevas formas y en un taller en que talladores y orífices eran todos hombres, los dueños y padres pusieron al frente a su hija, una joven casi niña, que se enfrentó al equipo masculino imponiendo el buen gusto heredado con ruegos cuya firmeza se recibía como una orden hasta ganarse, día a día, el respeto y reconocimiento de los profesionales.

Llegó la riada de 1957 y arrastró vidas y bienes. El almacén de la calle de Náquera desapareció bajo las aguas. La familia lloró a los muertos ajenos y la tragedia humana le impidió lamentar la pérdida de sus propios bienes planteándose, exclusivamente, como salir adelante con lo que, mucho o poco, les había quedado, cuando ya no podían reproducir la historia. Se quedaron con la tienda de Rodrigo Botet y contemplaron el futuro desde otra perspectiva.

Aquella joven, casi niña, era ya una joven casi mujer curtida en la experiencia. Doña Asunción Galea había asimilado el mundo de las joyas y era perfecta conocedora de que el alto precio que se pagaba por ellas respondía a una forma externa de mostrar externamente no solo la riqueza, sino el engalanamiento personal. Con una clientela fiel también había escuchado las voces declarando la inaccesibilidad de los precios y el deseo de no renunciar a las galas; otras que se negaban a invertir en una pieza personal cantidades económicas importantes. Descubrió que el futuro estaba en la bisutería, la alta bisutería, en la que se hace realidad aquello de que «depende de quien lo lleve» para que solo los más entendidos sean capaces, tras un examen minucioso, de diferenciar los metales pulidos y los exquisitos cristales de las gemas que raramente ofrecen las entrañas de la tierra. Pendientes, pulseras, collares, colgantes y broches que son su mercancía principal acompañada del resto de los productos.

Los setenta metros de la tienda diferencian, al fondo, un espacio de intimidad flanqueado por dos hermosas columnas isabelinas blancas que otrora fueron polícromas; una mesa de despacho ante la escalerilla que conduce al almacén sobre la que destacan dos placas chinescas lacadas en negro.

Asunción Galea de Cordells viste traje camisero claro, manoletinas, la melena con el corte justo para no molestar a los ojos vigilantes en los que descubrimos una inmensa mirada azul. Con esa misma ropa podría acceder a visitar el palacio de Luis XIV sin que la guardia interceptase su paso porque su porte señorial es la nota relevante de una personalidad fraguada en la lucha y la templanza que se enfrentó la adversidad con la misma firmeza que se opuso a orífices y talladores. Ya no vende la riqueza, sino la belleza y lo hace de forma diferente porque, como ella misma dice: «Si otros venden medias de rayas, yo venderé medias de flores». Ha conseguido una clientela permanente que asiduamente la visita y otra esporádica que atrae, como un imán, el espectáculo de su escaparate. Elvira, que tantos años la acompaña, solícita y atenta, pide un consejo, le transmite un ruego. Doña Asunción Galea de Cortés atiende a la señora que quiere corregir el ancho de la pulsera antes de una fecha determinada y se dirige al teléfono para que el taller se ponga manos a la obra; atenta y condescendiente inclina voluntades con elegancia, sin insistencias, y ha conseguido que en el rincón de la pequeña plaza permanezca un lugar que sabe a antiguo y exhala un aire de modernidad presidido por el alto sentido de la estética.