El paisaje urbano de muchas ciudades europeas, como Ámsterdam o Copenhague, sería inconcebible sin bicicletas en sus calles, de hecho, más del 50% de los desplazamientos diarios en estos núcleos urbanos se realizan a pedales. Muy lejos de esas cifras, se trata de una tendencia que poco a poco se va implantando en nuestro país y va adquiriendo más protagonismo, tanto que en los últimos años se ha triplicado el uso de la bicicleta. En total, más del 7 % de la población, alrededor de unos 3 millones de personas, «pedalean» a diario en las ciudades españolas, una cifra que asciende a 1 de cada 4 españoles en términos semanales.

A la luz de estos datos, es evidente que la movilidad inteligente vive una incipiente revolución favorecida por el contexto social del país y por la forma de vida de los propios ciudadanos. La crisis económica, la búsqueda de hábitos saludables y el compromiso con el medio ambiente son el germen del nuevo sistema de transporte sostenible. A medida que aumenta el precio de la gasolina, el coste de los parquímetros y del transporte público es más patente el ahorro económico que significa utilizar la bici como medio de transporte privado de puerta a puerta. En efecto, invertir en una bicicleta es invertir en calidad de vida. Dar pedales también supone un ahorro económico frente a los vehículos de motor, ya que el coste y el mantenimiento de una bicicleta es muchísimo menor. A esta ventaja hay que sumarle el ahorro de tiempo en los trayectos interurbanos, ya que en distancias no superiores a 6 km se impone como medio más rápido, evitando una media de 30 minutos en atascos y más de 10 minutos en la búsqueda de aparcamiento.

Un tiempo valioso, sin duda, para cultivar hábitos saludables en un país donde más de la mitad de la población tiene sobrepeso. Por tanto, montar en bicicleta es también sinónimo de salud. Acostumbrados a una forma de vida donde impera el sedentarismo, el desarrollo de la actividad ciclista aporta endorfinas y sensación de bienestar, lo que repercute en una mente más ágil y en una mejor ejecución en el rendimiento académico y laboral.

Todos estos beneficios individuales del «ciclista urbano» tienen traslación directa en el conjunto de la población. La capital de España y otras ciudades como Barcelona superan los límites legales de contaminación y muchos núcleos urbanos alcanzan niveles poco saludables de dióxido de nitrógeno, cuya principal causa es el tráfico local, y que nos pueden costar una multa millonaria de la Comisión Europea. El uso diario de la bicicleta reduciría las emisiones de este gas que genera «ozono malo» y del nocivo CO2 a la atmósfera en más de un cuarto del total y generaría un aire más limpio, con consecuencias positivas para el entorno y para las cada vez más frecuentes afecciones respiratorias y alérgicas que ocasiona la polución de las ciudades. Ante un problema que nos afecta a todos, algunos de los ayuntamientos más importantes de España han decidido impulsar políticas que incentiven la actividad ciclista. A pesar del entorno económico desfavorable, medidas como el sistema de alquiler de bicicletas, o la dotación de infraestructuras urbanas, como los carriles-bici y los circuitos, deben ser una apuesta creciente y prioritaria para las administraciones, ya que a la larga suponen un ahorro para la ciudad y para el propio contribuyente. Pero para que la bici se convierta en un medio de transporte eficaz y seguro, necesitamos también que se produzca un cambio cultural real en la población. Todavía hay un largo camino por recorrer. Las cifras cantan y aún estamos lejos de Ámsterdam y Copenhague, pero el paisaje urbano europeo debe ser icono, vanguardia y referencia de la revolución del transporte sostenible. Las bicicletas deben ser un elemento más del escenario cotidiano de nuestro país, y para ello es necesario que se produzca un cambio de mentalidad en cada uno nosotros y en nosotros como un todo… un impulso definitivo, en el que ciudades y ciudadanos adquieran conciencia de que las bicicletas no son sólo para el verano.