Cuando el cielo se tiñe de un naranja rojizo sobre la ciudad, el tráfico empieza a bullir en Blasco Ibáñez. Cada mañana, desde hace más de tres años, Manuel contempla el espectáculo de la civilización europea que se escenifica en la gran avenida: bocanadas de humo que se escurren por las ventanillas abiertas de los coches, torsos que se inclinan hacia delante a la espera de la luz verde e incansables toques de dedos que golpean al volante.

Manuel aguarda con una mueca sonriente. Dejó hace cinco años Costa de Marfil. Ha pasado por Túnez, Marruecos, Grecia y Alemania. Ahora, con 37 años, corre detrás de los vehículos que giran y giran en torno al estadio del Mestalla. Pide, no exige. Esta es su regla. Viste un suéter ancho, unos pantalones desgastados y unas zapatillas deportivas. Con unas buenas deportivas, se dice entre los gorrillas, se pueden alcanzar 7 euros al día.

Muchos de los inmigrantes extracomunitarios se las ingenian para sobrevivir con este presupuesto en Valencia. Quedaron excluidos del tejido económico después de que la mano de obra dejase de interesar a los empresarios honrados. «Querían mano de obra barata, pero aquí se han quedado personas, no esclavos», asevera con contundencia Mariana Yñurrigarro, abogada de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado durante más de cinco años.

El hecho de ser originario de otro país, y en especial de fuera de la órbita europea, triplica el riesgo de exclusión social. Según el último informe Foessa, los inmigrantes sin empleo regular y que no pueden participar en la elección de sus gobernantes, como los gorrillas, son aún más vulnerables.

Entramado legal y burocrático

La maraña administrativa es y fue el primer obstáculo que impide conseguir el esperado trabajo. En la oficina del extranjero, Manuel descubrió la rigidez del entramado legal y burocrático al que se tiene que enfrentar cada inmigrante que llega a España. Mientras una minoría empresarial demanda el permiso de residencia para emplearlo, esta autorización exige un contrato de trabajo. Vivir legalmente en España requiere, además del contrato, acreditar la carencia de antecedentes penales, haber permanecido en el país durante tres años y presentar un informe de integración social.

Gabriel no quiso irse a la obra y optó, desde un principio, por aparcar coches. Tras seis años de profesión, los que han pasado desde que dejó Moldavia, conoce de sobra el cruce entre la Calle Doctor Moliner y Blasco Ibáñez. Este rumano de 41 años, que mide menos de 1,50 metros, mueve con fuerza los brazos, intentado emular los gestos de los agentes que regulan el tráfico. En la mano izquierda sostiene un periódico, la gran batuta con la que señala a los conductores el sitio libre y con la que alecciona al búlgaro que le acompaña. Gabriel acoge a cada nuevo paisano que llega cuando él retorna a su tierra a ver a su madre.

Este gorrilla reconoce que todos los que se dedican a este oficio poseen una denuncia en el cajón. Incluso él: con varios juicios a sus espaldas, pero ninguna imputación por lo penal. Acaba de salir de un juicio. Fue declarado no culpable. Un policía que no estaba de servicio le sacó la placa, le tiró al suelo y le metió tres horas en el calabozo. Lo único que había hecho era amenazarle. Gabriel lo hace cuando piensa que tiene la razón.

«La forma de acabar con la presencia pública de estos inmigrantes es pisarles el pie», le ha confesado varias veces algún policía a Albert Mora, doctor en Sociología y responsable de la Escuela de Ciudadanía Intercultural de la Fundación CeiMigra. «Esperas que una Policía democrática y avanzada tenga más tecnología que pisarles el pie». Para erradicar esta lacra de prejuicios y estereotipos que arrastra una minoría del cuerpo y favorecer su conducta ejemplar, la Generalitat Valenciana realiza cursos de formación de policías en la gestión del racismo y la xenofobia.

La contundencia de la actuación policial persiste y se agudiza en aquellas víctimas de la discriminación social, asevera con tono firme Carlos A. Montouto, vicepresidente de Derechos Humanos de la Sección de Extranjería del Colegio de Abogados de Valencia. Los grupos desprovistos de poder suelen acarrear muchas más etiquetas negativas porque no tienen armas con las que defenderse.

Los prejuicios se entrelazan y construyen una percepción del mundo sesgada, falsa o manipulada. «Pese a que se den evidencias de que esa imagen no confirma el estereotipo, la gente sigue pensando que la realidad es la ficción que ha sido construida», explica Albert Mora. Los inmigrantes arrastran inevitablemente su procedencia extranjera. Es inherente a la tonalidad de su piel y a la forma de articular las palabras. Caen en la vaga consideración de incivilizados y quedan envueltos en una atmosfera que roza los límites de la miseria.

La disuasión

Con este sustrato cultural, la disuasión de los gorrillas es, como apunta Rafael Lázaro, «una demanda ciudadana». La sanción económica y la firmeza legal no tratan de solucionar el problema. Según Albert Mora, constituyen premisas populistas de «mano dura». Así, las élites dan una falsa sensación de eficacia y de enfrentarse a las preocupaciones que el vecindario denuncia y culpabilizan al excluido. Al final, son los gorrillas, los «sin papeles», los «sin techo», el problema.

Manuel se para un rato a descansar. Se sienta en el bordillo del aparcamiento que custodia y se frota los gemelos. Después de cuatro horas corriendo, el cuerpo se resiente. Quizá le pesen más las miradas ajenas, temerosas de las reacciones de este extraño en tierra de nadie y expuesto a miles de misiles verbales diarios.

Cuando termina la jornada laboral, retorna a lo que todavía se niega a llamar hogar. Un soplido de aire fresco atraviesa Blasco Ibáñez. El sol ansía impregnar cada rincón de la ciudad, pero la luz diáfana y pura no alcanza a todos. Los gorrillas, integrados en el paisaje urbano, se han vuelto invisibles. Sombras translúcidas, relegadas al olvido. Manuel es una sombra más. Para aquellos que se atreven a mirar, será un destello imperceptible, casi efímero, de una problemática social no resuelta.