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La mirada del viernes

Sesenta habitantes

Sesenta habitantes

Ya sé que dije que no me iría, como dice el título, pero estas fiestas me he largado. Dos semanas a trabajar a una casa rural. Que piensas «como Diane Lane en Noches de Tormenta», pero no, ni estás en la playa, ni se aloja Richard Gere. Es un pueblo de sesenta habitantes, con casas demasiado nuevas como para ser considerado «con encanto» y demasiado viejas como para ser considerado «in». Lo bueno, bien comunicado con pueblos encanto, bonitas vistas, y mucha tranquilidad. Lo malo, mucha tranquilidad, nula cobertura, ni Whatsapp, ni Facebook, ni casi teléfono. Nada que ver con Valencia. Cuando llegan los clientes de ciudad, huyendo del mundanal ruido, piensan que somos lugareños y nos hablan despacio. Sí, es curioso, te miran distantes, como si fueras de otro mundo que no tiene nada que ver con el suyo y te hablan vocalizando mucho y con un lenguaje muy básico. Como soy más de ciudad que los semáforos y mi único referente de pueblo es Mislata me planteo si yo también lo hago. Las diferencias son evidentes así que me dedico a observar donde están las semejanzas. Supongo que como cientos de pueblos de este tamaño, dos bares, uno con cuyo dueño no se habla más de la mita de los habitantes, y otro, el de la casa en la que estoy, al que vienen sin quedar previamente los habituales. El que está, está, y montan unas tertulias que ríase usted de las del Café Gijón. Son amigos, amigos, y a pesar de saber todos la vida de los demás desde que nacieron, ahí siguen, reuniéndose y hablando. Y peleándose por pagar, porque esa es una costumbre muy local, las carteras más rápidas del oeste, y si son siete y alguien se adelanta hay que pedir otra ronda para que pague otro, y así hasta siete.

El alcalde es toda una institución que maneja el pueblo como si fuera su familia, preguntes lo que preguntes te remiten a él. «Eso te lo arregla el alcalde», sea lo que sea: Una cafetera, la caldera, un tractor, y seguro que si se pone, hasta un detonador termonuclear. «Eso llama al alcalde, que seguro que lo sabe», sea lo que sea. Es la biblioteca, internet, y la oficina de turismo en una sola persona. Del resto de los habitantes hay de todo, empezando por una señora que afirma «yo paseo por aquí por las calles, a mi no me gusta el campo», que te dan ganas de decirle «claro, por eso vive usted en Manhattan». Un perro negro al que todo el mundo conoce merodea por las tres únicas calles, aunque no parece ser de nadie. Como estás en el campo crees que podrás conseguir romero fácilmente para guisar el pollo, pero solo hay romero en la iglesia, que está vallada, así que solo puedes darle sabor a tus guisos si vas a misa. El pan viene los miércoles y los sábados, los martes la verdura y los jueves la carne. Lo dicho, nada que ver con la ciudad. Se vive bien si te planificas y no necesitas nada con urgencia. No sé si soy caótica por vivir en la ciudad o vivo en la ciudad porque soy caótica. Aquí caso más que en Valencia por la paz, el silencio y la intimidad. Pero echo de menos el ruido, el humo, el bullicio, poder ir donde quieras sin tener que coger el coche, poder improvisar un plan, poder quedarte un día entero en casa sin que nadie pregunte. Y ahora os dejo, que vienen a cenar y tengo que hacer sopa de ajo.

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