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Día de la libertad

Día de la libertad

Hay cosas que no cambian año tras año. Niños corriendo, descamisados, sudando, gritando, tirando las mochilas al aire... huyendo del cole como si no hubiera un mañana. Y es que no lo hay el último día de clase. Es una liberación. Cuando los veo recuerdo la felicidad que suponía ese día. Descubrías que la libertad existe. Libertad con mayúsculas. Se acabaron las normas, los horarios, las obligaciones, y como además la mente infantil actúa sólo a corto plazo ni te planteabas que ese periodo que comenzaba era temporal.

Después ya no se vuelve a sentir esa sensación, el primer día de vacaciones en el trabajo lo recibes con alegría, pero con el ojo puesto en el día de vuelta. Con los años las conversación es: ¿estás de vacaciones? Y la respuesta invariable es: sí, hasta tal día. En el cole ni te lo planteabas, septiembre era una palabra desconocida que comenzó a adquirir contenido con los años, un contenido negro y siniestro. Pero de pequeños no existía. Se abría ante ti un mundo de posibilidades, de estar con tus amigos en la calle hasta que se hiciera de noche, de comer cuando quisieras. Los límites territoriales eran las avenidas, no se podían cruzar, pero daba igual, en las cuatro calles teníamos de todo, aceras, portales, solares para apedrearnos, ultramarinos que vendían pipas y una fábrica medio derruida que cada vez se convertía en una cosa. Cuando llovía hasta teníamos lago, un inmenso charco en el que daba gusto entrar con las cangrejeras. El sábado y el domingo hacías cosas en familia. Acostarse tarde alrededor de un juego de mesa o viendo la peli que pusieran en la tele. Y hacer excursiones. Ese coche cargado hasta los topes con mesas, sillas, sombrilla, toallas, juguetes y fiambreras, muchas fiambreras, con tortilla de patatas, carne empanada, y por supuesto la sandía, esa sandía grande y jugosa como nunca has vuelto a probar. El destino era siempre El Saler o Pinedo.

Pertenezco a esa generación en la que los abuelos cumplían a la perfección la misión para la que fueron puestos en la tierra: malcriar a los nietos. En casa de mis abuelos todo estaba permitido, saltar en los sofás, gritar, comer de todo, pelearnos, pero ni se nos ocurría hacer eso en nuestra casa. Teníamos con ellos esa complicidad escondida a los padres que les llevaba a darnos dinero bajo mano o comprarnos chuches hasta que nos doliera la barriga. Mis abuelos cosían, eran sastres y lo habían sido toda su vida. Con ellos me aficioné a hacer vestiditos a las muñecas con retales de aquella caja maravillosa llena de colores. Mi madre odiaba la aguja, le cogió manía por crecer rodeada de hilos y tijeras. Para mí, en cambio, era fascinante ver cómo de aquellas piezas de tela verde y anodina mis abuelos lograban sacar unas relucientes guerreras militares. Sí, hacían trajes militares, un republicano que pasó una terrible guerra y una hija de guardia civil criada en cuarteles de toda España pasaron sus últimos años en la paz de la habitación habilitada para taller cosiendo guerreras. Una extraña pareja. Parece que estoy nostálgica, pero no, los niños de ahora tendrán otras vivencias y otros recuerdos que serán los suyos y serán los mejores. Estoy con Les Luthiers, cualquier tiempo pasado fue anterior. Pero cómo añoro ese sabor a libertad del último día de cole.

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