Ayer fue el primer día del «nuevo» Cabanyal, el que quiere empezar a forjar el nuevo equipo de Gobierno del Ayuntamiento de Valencia, y un recorrido por el barrio viene a demostrar, más allá de la vigilancia policial o las faenas de limpieza, que hay «viejos» problemas enquistados cuya resolución se antoja complicada. Estamos casi como en los años ochenta, tratando de acabar con la droga y sanear el barrio, un propósito al que las familias gitanas que controlan ese mercado no están dispuestas a plegarse si no se les da casa, trabajo o ayudas que les permitan salir de la delincuencia. Vaya, como treinta años atrás.

En una de las esquinas de la «zona cero», la que incluye las calles Barraca, Progreso, Escalante, Padre Luis Navarro etc., a la altura de la frustrada prolongación de la avenida Blasco Ibáñez, encontramos a cuatro personas: una mujer sentada en una silla y tres hombres de pie. Tienen unos treinta años.

Cuando paramos para hablar con ellos se sorprenden de que no vayamos a comprar droga. «Yo creía que querías un gramillo», dice uno de los hombres riendo. «Y si te gusta la maría la tengo buenísima», añade la mujer sin inmutarse. No esperaban que un periodista se interesara por ellos.

De hecho, no saben nada de comisiones de urgencia ni de grupos de trabajo ni de planes para el Cabanyal. Sólo saben que «esta noche ha habido un montón de policía por la calle», pero no saben a qué obedece. Por eso, cuando se les explica que hay nuevos planes para acabar con las chatarrerías, la droga, la ocupación de casas, los enganches ilegales de luz o los problemas de convivencia, se muestran distantes. Son los planes de siempre y la respuesta también es la de siempre.

«Yo no quiero vender droga, pero no tengo trabajo ni nadie que me ayude y tengo tres hijos y el que me viene en camino», dice uno de los hombres señalando la barriga de la mujer que les acompaña. «Si quieren que dejemos de vender droga que nos den un trabajo, que nos ayuden con algo, porque si no, de aquí no nos vamos. Llevamos muchos años así y siempre es lo mismo», comenta.

La conversación se interrumpe cuando llega a nuestra altura un policía local motorizado, uno de los muchos que dan vueltas por la zona. Pero todo sigue igual, porque el agente únicamente recrimina a este periodista haber pisado la acera con su moto. A los camellos con los que está hablando ni una palabra, así que cuando se marcha sigue la charla. «Yo si tengo que robar robo», dice otro de los hombres, porque «antes de que pasen hambre mis hijos que pasen otros». «Que nos den la renta esa que dicen y se arregla», añade la mujer, que sigue relajada en su silla.

A medida que avanza la conversación, en la calle empieza a arremolinarse la gente. Hay al menos veinte personas en las puertas, de pie o sentadas, y dos adolescentes se acercan con una música a toda voz que emana de un extraño aparato colgado de sus cuellos. Son las nuevas generaciones, las que seguirán el curso de la historia, porque estas familias están dispuestas a seguir allí mientras no se cumplan sus requisitos. «Déjamos al menos veinte euros, tu que tienes dinero», me pide por última vez uno los chavales, un signo claro de que la conversación toca a su fin.

El plan arranca lento

Mientras, en la otra punta de barrio, allá por el Canyamelar, el policía de barrio hace su recorrido diario acompañado de la presidenta de la Asociación de Vecinos, que quiere comprobar si las medidas son efectivas. Pepa Dasí corrobora la fuerte presencia policial de la noche, con cuyas patrullas estuvo la nueva concejala de policía, Sandra López, y echa en falta la presencia de las brigadas de limpieza. Precisamente, en ese momento el agente levantaba acta de unos colchones abandonados en la calle. Tampoco sabía de los trabajadores sociales que empezarán a ir al barrio, así que cree que esto será más largo de lo que parece. El propio policía aprovecha para pedir más medios. Así es muy complicado para todos.