C ada año, cuando alcanzamos las primeras fechas de noviembre, los «novísimos» se convierten en tema de actualidad. Porque ellos, como enseñaban los viejos catecismos, son los últimos acontecimientos que sucederán al hombre tras su abandono de esta vida para siempre; es decir, la muerte-juicio-cielo o infierno. Tema muy acorde con las celebraciones religiosas de Todos los Santos y Día de difuntos que nos ofrece la Iglesia a la consideración los días primero y segundo, respectivamente, de dicho este mes. Y, sin embargo, hay sectores eclesiásticos -dirigentes parroquiales y catequistas- que optan por silenciarlo, al considerar que son ya cosa trasnochada en los tiempos que vivimos. Sobre todo lo que concierne al infierno.

Pero yo soy de la opinión de que, sacar los «novísimos» a la luz de vez en cuando y airearlos, puede resultar una de las más oportunas contribuciones de estos sectores a la sociedad; y estarán más en su papel hablándoles e informándoles de estos temas, que dirigiéndose a ella en plan de sindicalistas o sociólogos de los que no andamos escasos.

Porque su deber es recordar que es cierto que hay una recompensa eterna para los buenos y el riesgo de una perdición para los malos. Que el cielo y el infierno siguen existiendo tal como proclamamos en el «Credo», símbolo de nuestra fe cristiana. Y que llevar esta creencia a la práctica diaria de la vida sería una de las mejores contribuciones a la humana convivencia, tan alterada en los últimos tiempos por los demonios del poder, de la ambición desmesurada y sobre todo de la corrupción? Porque no solo hay que hablar del amor de Dios a los hombres. Hay que atreverse también a hablar del misterio de su recta justicia, para que podamos aprender a temerle al menos cuando hayamos perdido el temor a los hombres.

Y esta es la suprema sabiduría que dice la Biblia hemos de poseer. Sin andarse con rodeos y diciendo las cosas como recomendó el mismo Cristo: «Que vuestras palabras sean sí, sí; y no, no». Sin escamoteos sociológicos de que al final todos serán culpables o todos inocentes, sin que haya quien pague más que los otros, escondidos los culpables en la masa. No es esto así. Como tampoco que los comportamientos culpables se limiten sólo a esta vida, pues repercuten en la otra. Y también lo afirma la Biblia y lo anuncia repetidas veces Cristo en su evangelio, por más que omitan predicarlo abiertamente los sectores partidarios de seguir cierta melosa moda religiosa, por temor a incurrir en sospecha de falsos radicalismos.