Unos se levantan asustados; otros, sonriendo y otros llorando a moco tendido. Pero como cuando se cayeron con la bicicleta al quitarles las ruedecitas, vuelven a levantarse. Un público infantil y juvenil invade la pista de hielo de la plaza del ayuntamiento, que está en su mejor momento para practicar. Conforme pasen los días irá teniendo más y más afluencia y cuando cierren los colegios ya serán multitud. Los responsables de la misma calculan una afluencia cercana a los 45.000 patinadores hasta el 10 de enero.

¿Cómo se explica la adicción al hielo en una ciudad que pasa muchos días del año a 30 grados de temperatura o más? «Seguramente, por la novedad y porque evoca a la Navidad. Eso es lo que hace acercarte. Y una vez dentro, es muy difícil salir sin que te haya gustado» asegura el responsable a pie de pista, Alejandro Ferrero. En Valencia sólo hay un rectángulo permanente, el del Centro Comercial Bonaire. Toda una generación de niños ha crecido sin la pista que había más cerca, la de la calle San Vicente, que cerró hace años. Pero en cuanto se inaugura la de la plaza, ya están esperando. Y, curiosamente, muchos van de año a año sin pasar por las ruedas. «Si digo que el 30 por ciento de los que vienen tienen experiencia con los patines de ruedas, posiblemente esté calculando muy por lo alto. Si, viene gente que hace artístico, que juega al hockey línea... pero a la hora de la verdad, muchos vienen para repetir lo de las pasadas Navidades o a experimentar por primera vez». Patinar requiere un punto de don. «Hay niños y niñas que tienen cuatro años, se calzan los patines y en un momento ya deslizan sin problemas. Y otros, incluso más mayores, son más patosos. También va con la persona».

El hielo es más deslizante y, por consiguiente, más traicionero que el cemento o el parqué. Por eso, la imagen de «pompis» mojados delatan que te has ido al suelo. «Es un aprendizaje». Primero te agarras a la barandilla, te sueltas y el primer gran éxito es acercarse al centro de la pista. En cuanto el movimiento se automatiza, ya se es imparable. A alguno le puede costar el escafoides y, muy de tarde en tarde, algún esfenoides. «Tenemos siempre un equipo que atiende a quien se ha hecho daño». Las caídas son frecuentes, pero no graves. Y luego, pasa lo que pasa, como aquella niña que «se cayó y se puso a llorar. Un rato después la volví a ver llorar. Le pregunté si le dolía y me dijo que lo que pasaba es que no quería irse».