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Estos días nerviosos

Estos días nerviosos

Todos somos conscientes de que cada año las fiestas navideñas se adelantan un poco más. No es casual ver los bazares llenos de bolas, luces de colores, gorros rojiblancos y un sinfín más de productos, ya a mediados de noviembre. La publicidad infantil, los catálogos, promociones y escaparates se multiplican y aparecen decorados el primer día del mes.

Valencia, de alguna manera, se transforma. Sobre todo en el centro, punto neurálgico de la actividad. Fue muy difícil acceder en coche, el pasado sábado, a una de las calles perpendiculares a San Vicente, a la altura de la Plaza del Ayuntamiento. Era tal la masa de gente, caminando con bolsas y regalos empaquetados de aquí para allá, que casi claudico en mi intento. Bien por los previsores, aquellos que deciden hacer sus compras con tiempo para no esperar al último minuto, donde las colas son kilométricas, algunos productos estrella están agotados y el acceso a algunos comercios es algo así como una aventura indiscriminada.

Mi duda, viendo el ajetreo por Colón o San Vicente, es si todos estos ciudadanos habrán saciado o conciliado la fe en su decisión. Se puede llegar a la conclusión que ni siquiera el pasado sábado, a más de dos semanas del día 25 de diciembre, es posible lanzarse a la calle a hacer compras con la seguridad de que ese adelanto en este empeño suponga un rato relajado y tranquilo. Teniendo en cuenta que la mínima recuperación empieza a notarse, es lógico que las ganas por poder hacer aquello que moral y económicamente era inviable estos últimos años se multipliquen.

Cierto que, como ya he comentado en este mismo espacio en varias ocasiones, nos abocamos exageradamente hacia el sistema de consumo marcado por otros que parten la pana, pero no es menos cierto que alegra, en parte, ver llenos los comercios, los bares y los restaurantes de la ciudad. Y lo hace porque llegamos a estar muy abajo en el pozo, con el pánico a no poder emerger a la superficie nunca más. Espejismo o no, por las fechas en que nos encontramos, es hasta gratificante (quién nos lo iba a decir) tener que esperar quince minutos para poder disponer de una mesa para comer o cenar. Repito, obviamente, por las fechas en que nos encontramos.

Decidirse por el coche es una temeridad. Todos temblamos si hemos de hacerlo en plena campaña de las famosas cenas de empresa, que un año más ya se encuentran en activo. Recuerda claramente a los días álgidos falleros, donde los atascos se suceden y la desesperación supera a más de uno. Circular y aparcar se convierte en una odisea en una Valencia iluminada, activa y nerviosa en estos días. Tal es el poder de estas comidas y cenas que la maquinaria se pone las pilas, y no es extraño ver controles de alcoholemia a plena luz del día, precisamente a la hora de las sobremesas. También los locales que ofrecen eventos nocturnos se lo piensan dos veces, y estas fechas ya se marcan en gris porque la gente, literalmente, parece estar a otra cosa.

Son días extraños, donde cada uno busca su objetivo dentro de una festividad oficial que significa algo muy distinto para unos y para otros. Pese a todo, la verdad, alegra ver una ciudad en movimiento, con un motor en constante actividad, aunque solo sea, en realidad, un espejismo puntual que provoca ganas de hacer frente a la austeridad por una vez, en un sistema controlado que cada vez marca más, de forma automática, nuestras pautas de comportamiento.

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