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Divagaciones

La huida

La huida

Cansada de políticos, cansada de días de fiestas, de prisas agobiantes, de consumismo obligatorio, de repetirnos todos los años lo mismo, huí al mundo de pensamientos perdidos? y me perdí.

Por lo que pude percibir, me encontré en una Valencia del siglo XIX en la década de los 80, porque había ya luz eléctrica y existía el teléfono y ambos habían cambiado la forma de vida. Me detuve en la calle San Vicente en una tienda iluminada, cuyo nombre me sonaba, Casa Conejos, una pequeña tienda de tejidos con globos de cristal que contenían la luz eléctrica.

Era temprano. Las farolas se habían apagado ya, me llamaron la atención aquellos famosos vigilantes nocturnos cargados con sus linternas que se retiraban a su descanso. Escuché el tañido de campanas que llamaban a misa a los madrugadores.

Comenzaba la vida en mi ciudad y yo como espectadora de otro tiempo, observaba cómo las puertas de las casas se abrían saliendo mujeres con escobas a limpiar patios y aceras. Los bares comenzaban a abrirse y de las afueras llegaban los trabajadores en atiborrados tranvías. Admirada, veía aparecer las lecheras con sus vacas y cabras recién ordeñadas? En la plaza de la Virgen, trabajadores esperaban ser contratados.

Me aturdió la animación de la calle: a ociosos paseantes, se les cruzaban casi atropellándoles, empleados, recaderos, mujeres cargadas de cestas?

En el Mercado Central, en las casetas de pescadería el pescado lucía fresco. Un edificio de armazón de hierro en medio de la plaza contenía flores, me pasee entre ellas; intuía su perfume, pero no podía sentir su aroma, como tampoco pudo llegar a invadirme olor del pescado. Anduve entre innumerables puestos de comestibles.

Suntuosos carruajes con conductores impecablemente uniformados, transportaban a sus propietarios, mientras que mucha gente lo hacía a pie o en tranvía.

Me acerqué a la Alameda, contemplé cómo los carruajes iban de una punta a otra y daban la vuelta al llegar a las fuentes; coches señoriales con lacayos y cocheros? Los carruajes ingleses, los faetones: altos y ligeros, alternaban con berlinas o modestas galeras, incluso tartanas convertidas en vehículos de paseo y paseaban? mientras sus ocupantes se saludaban al cruzarse.

Los jinetes galantes, caracoleaban entre los vehículos. Un escondido erotismo había en aquel paseo, un palpitar de deseo envolvía la preciosa Alameda. Por los andenes, la clase media, no quería perderse el quién era quién de aquel «Hola» deambulante.

Me sentía trasportada de un sitio a otro de la ciudad, que descubría como se descubre un antiguo film en blanco y negro, yo que siempre sueño en color. Eso me desorientó, no supe si en realidad soñaba o viajaba en el tiempo.

Llegué a la Glorieta, donde gente paseando escuchaba música interpretada por bandas militares. Caballeros vestidos a la inglesa, saludaban con lucidas chisteras; damas elegantemente encorsetadas, soldados con uniformes de gala con guantes blancos, miraban por el rabillo del ojo a las criadas con sus bonitas e impecables cofias que vigilaban a niños inquietos, correteando por el jardín,

Al anochecer me encontré sin saber cómo en el Teatro Principal.

La ópera llenaba de luz y armonía el teatro y empecé a escuchar Norma? cada vez más fuerte. Desperté? en la radio sonaba la Norma de Bellini.

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